Joaquín Nieto (Mendavia, Navarra, 1956) está considerado como una de las voces más autorizadas en el mundo del trabajo y en los elementos que deberíamos considerar para redactar el contrato social para una nueva realidad, en la que confluyen la transición digital, la energética y la demográfica.
Nieto ha sido pionero en incorporar las cuestiones medioambientales al mundo laboral y a la organización del trabajo; también en aplicar su experiencia y conocimientos para contribuir en procesos de transición justa que permitan responder a las necesidades sociales, económicas y empresariales en un momento de transformaciones convergentes de enorme impacto en todo el mundo. “Nuestro reto es hacer una transición justa en la que se aprovechen todas las oportunidades del cambio para generar más empleos y reforzar los derechos laborales, a la vez que se atienden y evitan los efectos adversos de esas transformaciones”, afirma.
En un entorno de creciente automatización y de robotización, ¿tiene futuro el trabajo?
El trabajo no solo tiene un presente impresionante, sino que todo el futuro es suyo. Esa idea de que el trabajo va a desaparecer, o puede desaparecer, se fundamenta solo en la ignorancia o en una posición ideológica desde la que se pretende restar importancia al trabajo. En cada revolución tecnológica no solo no han desaparecido empleos, sino que han aumentado.
Hoy trabajan en el mundo 3 000 millones de personas, más que nunca en la historia, y estoy seguro de que en diez o veinte años serán muchas más. El empleo no va a reducirse con esta revolución tecnológica que estamos viviendo, sino que se va a incrementar y no solo determinados trabajos de servicios, sino también trabajos industriales.
Estamos ya asistiendo a cambios significativos en el mundo del trabajo. ¿Qué nos espera?
El mundo del trabajo se está transformando. Las formas de producir y, por tanto, las maneras de trabajar y de consumir están cambiando. Y eso tiene repercusiones directas en la organización del trabajo, por ejemplo en las cadenas mundiales de suministro en las que hoy trabajan 600 millones de personas. La cuestión es que estos cambios pueden ir a mejor o a peor.
Personalmente creo que el mundo tiene muchas posibilidades de ir a mejor porque la situación de partida no es muy buena. En la actualidad, la mitad de los trabajadores en el mundo no tiene protección social alguna; en algunos continentes, el 60 por ciento del trabajo es informal, los trabajadores no tienen un contrato ni verbal ni escrito, y su trabajo no está asociado a derecho alguno. La realidad es que el trabajo en el mundo es absolutamente discriminatorio para las mujeres; que el trabajo mata –dos millones de personas mueren cada año en el mundo por las malas condiciones de trabajo–. Bienvenidas las transformaciones porque nos permitirán mejorar las condiciones de trabajo.
La pandemia ha puesto en evidencia que son necesarios ajustes cotidianos en la organización del trabajo y, concretamente, en lo que afecta a la jornada laboral y el teletrabajo.
El trabajo a distancia y la duración de la jornada son cuestiones que estaban en el centro del debate desde siempre. El teletrabajo no es más que trabajo a distancia gracias al uso de la tecnología. Con el confinamiento, lo que hemos descubierto es que no solo es posible, sino que aporta ventajas tanto para las empresas como para los trabajadores: mejora la productividad y reduce los desplazamientos, con lo que además tiene un impacto evidente en la sostenibilidad del planeta. También ha puesto en evidencia que existen necesidades de adaptación porque el domicilio no es un lugar pensado ergonómicamente, o porque los horarios, si no hay derecho a la desconexión, como están concebidos hasta ahora, pueden conducir a situaciones no deseables de excesiva carga de trabajo y desequilibrios sobre la estabilidad y la salud mental de los trabajadores.
Estamos asistiendo ya a una transformación radical en el mundo del trabajo debido a la irrupción de la revolución tecnológica digital, la transición energética y ecológica, y la igualdad de género.
Se habla de modelos híbridos, de reducción de jornada, de conciliación, de desconexión… Lo cierto es que aún no se ha definido un modelo. ¿Por qué estamos tan confusos?
La comunidad laboral es muy importante para la estabilidad de las personas. Una de las virtudes del trabajo, además de reportar un salario y un reconocimiento, es que permite una relación social. Con el confinamiento se perdió esa relación social. Para resolver estas situaciones, se negocian leyes con normas que regulan la ergonomía del lugar de trabajo; de quién es la responsabilidad de los instrumentos de trabajo y de su mantenimiento –que, lógicamente, es de la empresa–; o sobre la organización de los horarios a distancia y presenciales, considerando la productividad y los derechos de los trabajadores.
En España se ha dado un ejemplo de cómo las cosas pueden funcionar con una adecuada regulación negociada, siempre mejorable con las adaptaciones que haya que ir haciendo con el tiempo. Las transformaciones negociadas pueden incrementar el empleo y mejorar las condiciones de trabajo. Depende de las decisiones que se adopten y esas decisiones no son tecnológicas. Son de relaciones laborales y de derechos.
¿Por qué entonces este temor a la digitalización y a la introducción de la tecnología?
La digitalización y las tecnologías no tienen por qué suponer un empeoramiento de las condiciones de trabajo. En muchas ocasiones, pueden derivar en una mejora porque pueden permitir que se sustituyan trabajos de riesgo por otros de menor riesgo. También lo son las transformaciones que se están dando por razones climáticas. La sustitución de las formas tradicionales y muy contaminantes de generar energía por otras más sostenibles va a representar una mejora sustancial también desde el punto de vista de la salud pública y las condiciones de trabajo.
¿Cuántos cientos de miles de mineros se han dejado la vida en los pozos? Bienvenida sea la desaparición de trabajos tan penosos como el que se realiza en las minas o en las estaciones petroleras, que son mucho peores que los trabajos asociados a la generación de energía eólica, solar u otras formas de obtención de energías renovables, que por cierto requieren empleos muy cualificados.
No es el caso de lo que puede estar ocurriendo en la llamada gig economy o economía de las plataformas digitales.
Efectivamente, las nuevas tecnologías pueden llevar a un empeoramiento de las condiciones de trabajo si lo que cambian son las condiciones laborales.
Si a una persona que está trabajando en mensajería, a partir de la incorporación de nuevas tecnologías, dejan de reconocerle su condición de trabajador por cuenta ajena y no se reconocen sus derechos del trabajo –ni siquiera los derechos a la salud y a la seguridad en el trabajo–, claro que van a empeorar sus condiciones. Pero no se trata de la tecnología, sino de derechos en el trabajo. También España ha sido pionera con la aprobación de una ley que reconoce como trabajo salariado por cuenta ajena el que realizan los riders, con sus correspondientes derechos, y está siendo un ejemplo para Europa y para el mundo.
Es importante que la normativa se adapte a una nueva realidad y eso exige apertura de miras de parte de todos los agentes implicados.
Claro que el derecho del trabajo tendrá que ir modificándose y adaptándose a las nuevas realidades, pero manteniendo su esencia. ¿Por qué existe el derecho del trabajo? Porque las relaciones entre los trabajadores y la empresa no son equilibradas, hay un desequilibrio en esa relación en la que la empresa tiene el poder. El derecho del trabajo viene para equilibrarla.
Uno de los grandes desequilibrios se refiere a la situación de la mujer en el mundo del trabajo.
Así es. La otra gran revolución que estamos viviendo tiene que ver con los derechos de las mujeres, que han irrumpido diciendo “basta”. Basta de desigualdad, basta de discriminación. Queremos tener los mismos derechos. Aspiraciones de igualdad que han venido para quedarse.
El cambio va a suponer que los empleos serán accesibles para las mujeres, con los mismos derechos y la misma remuneración que los hombres y que, por ejemplo, los cuidados tendrán que dejar de ser una tarea femenina para pasar a ser una tarea tanto de mujeres como de hombres; y que una gran parte van a ser remunerados. La OIT ya ha reconocido los cuidados como trabajo y, por tanto, todos con los derechos que implica hacer un trabajo –que sean remunerados y representados, por ejemplo–. También va a significar la creación de millones de nuevos empleos y una revolución en el tiempo de trabajo y en la conciliación entre vida personal y vida laboral.
¿Qué diferencia a esta revolución de las anteriores? ¿Del salto de la sociedad agrícola a la industrial, de esta a la globalización de los servicios, y ahora a la digitalización?
Una de las novedades más significativas de esta revolución tecnológica respecto a las anteriores es que no solo se van a sustituir trabajos mecánicos, sino que van a desaparecer o se están sustituyendo trabajos de gestión y de administración. Un claro ejemplo es el sector financiero, que está viendo una transformación impresionante porque buena parte de las tareas que realizaban personas se hacen con algoritmos, con máquinas que sustituyen a personas.
Pero insisto, eso no significa que el balance global vaya a ser de sustitución: la revolución de las tecnologías de la información y la comunicación –inmediatamente anterior a la revolución digital que estamos conociendo– no redujo la cantidad global de empleos, sino que los aumentó.
Pero vayamos a los otros factores que están cambiando el trabajo, como la transición energética y ecológica. Nuestras sociedades van al colapso socioambiental si no cambian. Nos dirigimos hacia un cambio climático catastrófico, de consecuencias terribles para la salud y para la vida de las personas, que habrá que evitar sí o sí descarbonizando la economía.
Eso me recuerda las advertencias de anteriores entrevistados como Jeremy Rifkin o Stanley Robinson, optimistas respecto al papel que puede desempeñar la tecnología para un futuro sostenible, pero escépticos en lo que se refiere a un giro social que evite la catástrofe.
Evitar el cambio climático catastrófico significa una transformación enorme. Un cambio climático catastrófico puede destruir la sociedad y la convivencia; las personas van a perder sus hogares y su trabajo si no hacemos lo suficiente para evitar el colapso socioambiental. Evitarlo requiere descarbonizar la economía, el fin del carbón, del gas y del petróleo, que explican la sociedad moderna desde tiempos de la Revolución Industrial.
Esa transición energética significa lograr que las sociedades consuman menos energía y que la que se consuma proceda de otras fuentes, lo que implica que van a cambiar la forma de construir edificios, la movilidad, la producción de alimentos… Estamos asistiendo ya a una transformación radical muy compleja en el mundo del trabajo debida a la revolución digital y a la irrupción de la igualdad de género, pero también a la transición energética y ecológica.
¿Cómo hacemos la transición de un modelo industrial a una sociedad digitalizada y energéticamente sostenible? ¿Qué papel desempeñan las políticas públicas?
Hay que hacer que esa transición sea una transición justa, en la que se aprovechen todas las oportunidades del cambio para generar más empleos, a la vez que se atiendan y eviten los efectos adversos de esas transformaciones ¿Cómo se hace? Lo primero, garantizando los ingresos de las personas que pueden perder el empleo. Si percibes que los cambios te llevan a perder tus ingresos, a quedarte sin nada y en la calle, entonces el cambio no va a ser posible porque la resistencia será tremenda y justificada. Por eso es importante contar con un sistema de protección social donde no exista o con un sistema de protección plus, para los países en los que ya existe pero es insuficiente.
En segundo lugar, la formación; tanto para poder aprovechar la oportunidad de los nuevos empleos como para acompañar a las personas que perderán el suyo y necesitan otro, es imprescindible formarlas, una recualificación.
Por último, se requieren políticas activas de creación de empleo conectadas con esas transformaciones en los territorios más afectados. En España se ha podido hacer esa reconversión cerrando las minas y las térmicas de carbón, con acuerdos tripartitos entre gobiernos, empresas y sindicatos, y poniendo en marcha 14 Convenios de Transición Justa en cada uno de los territorios afectados. Modelo que se mira con interés y aprecio en Europa y que se podría extender a cualquier lugar europeo ya que tenemos algo de lo que carecen otras regiones del mundo: sistemas de protección social, que incluso pueden verse mejorados y reforzados al abordar esta transición justa.
Detengámonos en la educación. Sin formación, esa transición justa está abocada al fracaso. Y prueba de su importancia es que la UE ha declarado 2030 como el año de la capacitación digital. Una vez más se trata de sumar, pero también de transformar lo que hay, y no es tarea fácil.
Lo que hay que hacer es extender la educación a lo largo de toda la vida de las personas. Digo no solo de la vida laboral, sino de toda la vida. Como un derecho. No se trata de dinamitar el actual modelo educativo, pero sí de transformarlo. Es toda una revolución. La educación hoy está pensada de los 3 años a los 16, y de los 16 a los 26. Bueno, pues hay que pensarla de 0 a 3, de 3 a 16, de 16 a 26 y de 26 a 76. Es un cambio esencial en los sistemas educativos, pero significa una ampliación determinante en las capacidades educativas de la sociedad. Se incrementaría el número de docentes y sus capacidades porque la educación pública estará complementada con una formación práctica que se va a dar también en el seno mismo de las empresas, entre otras instituciones.
La OIT ha elaborado el documento El futuro del trabajo con cuatro ejes: el sentido del trabajo, trabajo decente, organización del trabajo y gobernanza del trabajo. El Objetivo 8 de la ONU tiene como fin “promover el crecimiento económico sostenido, inclusivo y sostenible; el empleo pleno y productivo y el trabajo decente”. ¿A quién corresponde el liderazgo para que esa transición justa sea una realidad?
Es una combinación. Por supuesto, los organismos internacionales juegan un papel central. El Acuerdo de París, que es el principal acuerdo climático, es el paso más importante porque incorpora la transición justa para la reconversión de la fuerza de trabajo en el proceso de descarbonización con el trabajo decente como un objetivo. La OIT tiene las Directrices para la Transición Justa acordadas tripartitamente, que son la referencia internacional. Pero también y, sobre todo, son los gobiernos los que deben tomar la iniciativa.
Si en España no hubiera habido una Declaración de Emergencia Climática, acompañada de una Estrategia de Transición Justa, o si las empresas no se hubieran incorporado al proceso asumiéndolo, nada sería posible. Tampoco lo sería, por supuesto, si a los protagonistas, que son los trabajadores y sus representantes, se les hubiera excluido y no hubieran estado en primera línea, participando en los acuerdos.
La transición justa, que es un proceso de innovación social, requiere además un diálogo social plus, no solo el diálogo tradicional tripartito de Gobierno, empresas y sindicatos, que es básico, sino también incorporar a otros actores como las entidades locales, ayuntamientos, universidades, centros tecnológicos, asociaciones de vecinos, sociales, de jóvenes, de mujeres… toda la realidad viva de cada territorio debe participar en su reconversión y desarrollo.
¿Por dónde empezamos? No parece sencillo conseguir un nuevo contrato social en una sociedad globalizada y tan desigual.
El 55 % de los trabajadores en el mundo no tienen un sistema de protección social, cero: ni para el desempleo ni para la jubilación ni para nada. Lo primero que hay que hacer para que estas transiciones energéticas y digitales sean justas es extender el sistema de protección social en todo el mundo; poder disponer en todo el mundo de un nivel básico de protección social. Eso se puede hacer con relativa facilidad si hay voluntad política y negociación con las partes.
Además, en la última Conferencia Internacional del Trabajo, la OIT ha aprobado la salud y la seguridad en el trabajo como uno de los principios y derechos fundamentales. Ahora son cinco: no discriminación, no trabajo infantil, no trabajo forzoso, libertad sindical y de negociación colectiva y salud y seguridad en el trabajo. Nos encaminamos hacia un contrato social más garantista porque el que existe hoy es insuficiente.
En los países que ya cuentan con ese suelo básico, el debate gira en torno a una renta básica para vivir. ¿Qué le parece la fórmula?
La renta básica universal es un instrumento muy interesante, que podría configurar un sistema de protección universal para todas las personas, con un sistema de financiación complementario contributivo y no contributivo, como lo es en el sistema público de reparto en las pensiones. En unas sociedades como las actuales, disponer de unos mínimos ingresos es esencial para poder funcionar y sobrevivir y hay que garantizarlo para todas las personas, independientemente de su situación laboral.
Imagine que, como experimentado negociador, tuviera que firmar el contrato social para la realidad digital del siglo XXI. ¿Qué firmaría?
Considerando que el contrato social –escrito o no– es la base de la convivencia en una sociedad en la que las personas aportan a la sociedad su trabajo, su inteligencia y una parte de sus ingresos a cambio de no quedar desamparadas, el nuevo contrato social para nuestro tiempo es aquel que garantiza un trabajo decente, con protección social; en un entorno seguro, saludable y ambientalmente sostenible; sin discriminación de género y que atienda, a la vez, las necesidades productivas y reproductivas, la producción y los cuidados.
Esta entrevista fue publicada originalmente en el número 121 de la revista Telos de Fundación Telefónica.
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Puedes leer el original aquí.