De veinte, quince y hasta de un minuto. Las cronociudades apuestan por que la ciudadanía tenga todos los servicios y necesidades cubiertas en un radio temporal y espacial de pocos minutos, evitando desplazamientos innecesarios, ganando tiempo personal y cuidando el medio ambiente. Pero también buscando cohesión social con los comerciantes o vecinos del barrio y ganando en conciliación familiar y laboral, una idea que no es nueva, pero que ha ganado peso tras el confinamiento, cuando, dicen los expertos, nos hemos parado a pensar en qué casas y ciudades vivimos y en cuáles querríamos vivir.
«No nos fijábamos en los balcones, la orientación del edificio, la ventilación… No apreciábamos esas características y ahora aparece esa preocupación por los espacios en los que nos hemos confinado», explica el profesor colaborador del máster universitario de Ciudad y Urbanismo de la Universitat Oberta de Catalunya (UOC) y de la UPC, Miguel Mayorga, que también destaca lo que ocurrió en los primeros paseos y salidas que hicimos frente a la imposibilidad de salir de las ciudades: fue un «redescubrimiento de nuestros entornos próximos». Reflexionamos, apunta, «sobre nuestra calle, nuestros espacios públicos y sobre nuestras actividades cotidianas, como el comercio de proximidad, de ir a comprar a la tienda de la esquina». La pandemia ha puesto en el punto de mira proyectos que llevan años desarrollándose en distintas partes del mundo y también en España y que buscan retomar la vida de barrio.
Tal y como explica el docente en este artículo, existe la ciudad del cuarto de hora de París, reto que está basado en ofrecer todo lo que un ciudadano necesita a 15 minutos de su domicilio, pensando en la escuela, el trabajo, el mercado o el centro de salud como actividades básicas de la vida cotidiana. En Melbourne o en Portland pasan a 20 minutos el radio de acción de la cronociudad, y en Barcelona impulsan las supermanzanas como este ámbito de acción necesario para cada ciudadano. Milán o Nantes son otros de los ejemplos de iniciativas similares y en Suecia aún se acercan más al domicilio de las personas y hablan de las ciudades de un minuto. Uno de los proyectos implica a los vecinos en el diseño del espacio delante de los portales de sus casas, para colocar aparcamientos de bicicletas o patinetes eléctricos, bancos o una zona verde y mejorar así el entorno más inmediato en la salida de su vivienda. «La calidad de vida humana y urbana se mide también en tiempo», defiende Mayorga.
Adaptar cada ciudad
Pero los citados ejemplos no son los únicos, sino que el urbanista enumera casos «muy buenos», como el de Pontevedra o Vitoria, y considera que no debe haber una única tipología. «Hay que saber adaptar los objetivos porque cada realidad es distinta», explica, y advierte de que se necesita el apoyo ciudadano, técnico y político para llevarse a cabo. Pone como ejemplo de fracaso de una idea de este tipo la de Madrid Central, que considera «interesante» y que se disipó tras un cambio de gobierno. «Tenemos que cambiar de hábitos y la forma de pensar en los tres ámbitos», remarca.
Una de las claves, dice, es la educación y, en este caso, centrada en la concepción del entorno. «Sabemos que tenemos fiebre cuando tenemos de 38 grados para arriba, pero no sabemos que un ruido de 65 decibelios para arriba no hace bien a una persona», ejemplifica. Es por ello que expone la idea de que hay «ciudades y calles que enferman», pero también propone que hay otras «que curan». «Hay condiciones físicas que permiten que vivamos mejor y que nos cuidemos a nosotros mismos y a las personas de nuestro entorno», propone. Hasta ahora, relata, el urbanismo ha colocado la industria y el trabajo en un lugar, los equipamientos en otro, la vivienda o los estudios, en otro, y son los ciudadanos los que se desplazan. «En vez de movernos nosotros, ¿por qué no acercamos las actividades?», se pregunta en voz alta. De esta manera se gana tiempo; tiempo, dice, «para disfrutarlo», para conciliar vida laboral y familiar y para descansar. A lo largo de las décadas, repasa el docente, las ciudades se han modificado y, añade, «tendrán que cambiar más» pero no haciendo «borrón y cuenta nueva». «Tenemos que cambiar cosas y nutrirnos del espesor cultural urbanístico que tenemos del pasado», sugiere. Por eso, cree necesario un «urbanismo más ágil y dinámico», que entienda los cambios, pero también que los regule, que se adapte a las personas y deje de ser «estático».
La ciudad que cuida y que cura
Mayorga acuña el término de la ciudad que cura (o care city) como un espacio de oportunidad para mejorar la vida urbana, y centra la mirada en la ciudad, no como un ámbito al que se le contrapone como un lugar agresivo frente a las zonas rurales como lugares de protección y de calma. Pese a que el confinamiento ha provocado una nueva idea de huida hacia la vida en el campo, el profesor considera que la ciudad es «el problema, pero también la solución» solo hay que repensar muchas cosas en su concepción. «Hemos alimentado el urbanismo del progresismo, construcción y zonificación», lamenta, proponiendo que la urbe sea ese mejor lugar donde las propias viviendas «sean mejores», donde en la puerta de casa «en vez de coches haya muchas opciones públicas para moverse, por ejemplo» y que el traslado a cualquier otro punto sea a una «distancia caminable». Y es que una de las transformaciones, según él, necesarias, es la de entender los cambios en los hábitos tecnológicos, en las actividades y el tiempo, que están ligados a los medios de transporte. El transporte público, los dispositivos personales, pero sobre todo caminar, será la movilidad del futuro, dice, negando que peatonalizar una calle sea lo mismo que tener una ciudad caminable. «Si peatonalizo una calle y se vuelve estrictamente comercial, esta y las otras calles a su vez también pierden, en complejidad y vitalidad. En ese sentido no lo estamos haciendo bien. Lo mejor es garantizar una caminabilidad distribuida, para que nos beneficiemos todos», comenta.
Núria Bigas
Comunicación de la Investigación y Medios