La crisis de los refugiados en Europa ha transformado radicalmente la percepción pública y política sobre la inmigración, donde el primer ministro húngaro, Viktor Orbán, ha sido una figura emblemática. Durante una década, Orbán ha adoptado medidas drásticas, levantando vallas y utilizando al ejército para frenar la llegada de migrantes. Su postura, inicialmente vista como extrema, ha encontrado eco en otras naciones, creando un marco donde la dureza se ha convertido en la norma y no en la excepción, a medida que la opinión pública se ha polarizado.
Los llamados «puntos críticos» establecidos por la Unión Europea para gestionar la llegada de refugiados se han convertido en un símbolo del fracaso. Las condiciones en estos centros han sido calamitosas, especialmente en lugares como Moria, en Grecia, donde la desesperación de los solicitantes de asilo ha sido palpable. A pesar de las promesas de una gestión más humana y ordenada, la realidad ha evolucionado hacia una aceptación tácita de políticas disuasorias que, críticos sostienen, no hacen más que perpetuar la tragedia humanitaria.
A medida que la política europea se endurece, surgen voces que abogan por una vuelta a los principios de solidaridad. Sin embargo, la tendencia predominante es hacia un enfoque de «fortaleza Europa», donde las devoluciones y las restricciones se han convertido en prácticas comunes. Con nuevas reformas en el horizonte, que prometen aún más medidas punitivas, el futuro del asilo en Europa parece sombrío, dejando a millones en una situación de vulnerabilidad y desamparo.
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