La baja médica, ese paréntesis obligatorio en la novela laboral de cualquier trabajador, suele aparecer sin previo aviso, como un personaje secundario que de pronto se vuelve protagonista. No distingue entre oficinistas con estrés crónico o albañiles con la espalda en huelga, si el cuerpo dice “basta”, la ley lo escucha. Y no por compasiva, sino porque incluso el engranaje más pequeño necesita mantenimiento para que la maquinaria funcione.
Legalmente, implica que la persona no puede trabajar de forma temporal por razones de salud. Enfermedad común, accidente doméstico o resbalón con final de escayola, todas cuentan. Durante ese tiempo, el trabajador queda exento de sus obligaciones, pero no de sus derechos. El sistema sanitario toma el relevo y, si corresponde, también lo hace la prestación económica. Una especie de red de seguridad que, aunque no siempre es mullida, evita la caída libre.
Aunque el cuerpo avise primero, quien oficializa la baja es el médico de atención primaria o, en casos de accidente laboral, la mutua. No es una decisión tomada entre cafés y fonendoscopios, sino un proceso regulado al milímetro. Para enfermedades comunes, se exige haber cotizado 180 días en los últimos cinco años. Para accidentes, basta con la evidencia del golpe, no con los años de sacrificio.
La baja no es un descanso, es un contrato implícito con la salud. El trabajador debe acudir a revisiones, cumplir el tratamiento y no hacer de la convalecencia un campo de libertad creativa. Trabajar durante la baja aunque sea responder correos a escondidas puede ser tan arriesgado como hacer esprints con una pierna rota. Literal y legalmente.