El Cádiz CF se impuso al Málaga CF en La Rosaleda con un gol de Sergio Ortuño
El Cádiz CF vive un arranque de temporada que roza lo idílico. En La Rosaleda, los de Gaizka Garitano sacaron petróleo con un gol de Sergio Ortuño que los catapultó a la cima de la Segunda División, empatados con el Deportivo de La Coruña pero separados por la fría dictadura de la diferencia de goles. El Nuevo Mirandilla, convertido en una fortaleza de muros dorados, ha visto cómo los amarillos han sumado pleno de victorias, alimentando la ilusión de un ascenso que ya empieza a perfilarse como obsesión.
Lejos de casa, la fiereza no se apaga, un triunfo y dos empates mantienen invicto a un Cádiz que respira autoridad incluso cuando no deslumbran las cifras. La victoria frente al Málaga CF fue más que un simple resultado; fue un mensaje claro al resto de aspirantes. El Cádiz no solo compite, sino que se afirma como un protagonista inevitable en el drama del ascenso, donde cada punto es oro y cada resbalón puede ser tragedia.
Brian Ocampo, una montaña rusa emocional
Pero toda obra coral tiene su nota disonante, y en el Cádiz esa figura responde al nombre de Brian Ocampo. El uruguayo entró en el minuto 65 para sustituir a un Efe Aghama que, pese a marcharse lesionado, dejó la impronta de un gladiador moderno: desparpajo, ímpetu y sacrificio. Ocampo, en cambio, eligió el papel más ingrato, el del espectador confundido en medio del escenario, incapaz de seguir el ritmo de la orquesta.
Sus minutos fueron un descenso sin freno: balones perdidos, imprecisión y una actitud que favoreció más al Málaga que a los propios gaditanos. La grada, siempre juez implacable, no tardó en señalarlo. Mientras sus compañeros se dejaban la piel en la trinchera, él parecía caminar en otra dimensión. El contraste entre el entusiasmo colectivo y su languidez individual convirtió su actuación en un espejo cruel de lo que no se debe ser en un equipo en estado de gracia.
Un futuro que se tambalea en amarillo
La paradoja de Ocampo es conocida, es capaz de iluminar un partido con un destello de talento y, al mismo tiempo, condenarlo con una apatía desconcertante. Ahora, en un Cádiz que funciona como máquina engrasada, su falta de sintonía amenaza con relegarlo a un papel secundario. El banquillo, siempre frío y silencioso, parece asomarse como su nuevo compañero de viaje si no reacciona con urgencia.
La presión se cierne sobre sus botas. La afición espera, el técnico evalúa y la competencia interna se recrudece. En un equipo donde el colectivo brilla, el margen para la complacencia es inexistente. Brian Ocampo debe reinventarse o aceptar convertirse en actor de reparto en una temporada que, irónicamente, podría pasar a la historia del Cádiz sin necesitar de sus servicios.