El rock en castellano se ha quedado huérfano. Este 10 de diciembre de 2025 se ha confirmado la noticia que muchos se negaban siquiera a imaginar: Roberto Iniesta, Robe, alma de Extremoduro y referente absoluto para varias generaciones, ya no está. Lo ha anunciado su entorno más cercano a través de una nota en la web oficial, escrita con la honestidad y la tristeza que siempre marcaron su camino.
No se ha ido solo un músico famoso. Se ha ido alguien a quien sus compañeros definen sin titubeos como “maestro de maestros”, “último gran filósofo” y “último gran humanista y literato contemporáneo de lengua hispana”. Palabras grandes, sí, pero quien ha vivido con sus canciones sabe que no suenan exageradas.
Un artista que cambió vidas, no solo listas de ventas
Para entender lo que significa la ausencia de Robe no basta con mirar cifras de discos vendidos o entradas agotadas. Hay que pensar en habitaciones adolescentes llenas de pósters, en bares pequeños a punto de venirse abajo, en noches en las que alguien encontró en sus letras justo la frase que necesitaba para no rendirse.
Extremoduro fue durante años la banda sonora de quienes se sentían fuera de sitio. Robe puso palabras a la confusión, a la rabia, al amor torpe, a la ternura que da vergüenza mostrar. No escribía para gustar: escribía como quien abre en canal lo que lleva dentro, y por eso conectó de manera tan brutal con tanta gente.
Lo que hoy se llora no es sólo la muerte de un cantante, sino el silencio repentino de una voz que ayudó a muchos a entender sus propias sombras.
El maestro que exigía hasta doler, pero enseñaba hasta el fondo
Quienes han trabajado con él coinciden en una idea: después de pasar por las manos de Robe uno salía distinto. Más exigente con su propio trabajo, y también con su manera de estar en el mundo.
En el comunicado de despedida lo describen como un jefe duro, incluso intransigente a veces, pero siempre justo y generoso con quien se mantenía leal. No soportaba la chapuza ni el autoengaño. Si algo no estaba a la altura, se repetía. Si el camino “fácil” implicaba traicionarse, se descartaba.
Esa forma de entender el oficio hizo que muchos músicos, técnicos y colaboradores, años después, sigan diciendo lo mismo: con él se aprendía a tocar mejor, pero sobre todo se aprendía a ser más honesto.
Un hombre que no se arrodilló ante nadie
La figura de Robe también se entiende desde su carácter. En una industria acostumbrada a los gestos calculados, él eligió casi siempre el camino incómodo: el de la coherencia.
En el texto de despedida, sus compañeros recuerdan que era capaz de plantarle cara “a cualquiera, por más poderoso que fuera, aunque ello conllevara la ruina o volver a empezar de cero”. Y no es una frase bonita sin más: su carrera está llena de giras canceladas, decisiones comerciales poco “rentables” y negativas a proyectos que en teoría le habrían dado más visibilidad, pero que no encajaban con su manera de ver el arte.
Ese espíritu indomable lo convirtió en una figura incómoda para algunos despachos, sí, pero también en alguien profundamente respetado por quienes valoran la integridad por encima de la pose.
Reconocimientos tardíos, cariño temprano
En los últimos años, la vida pareció devolverle parte de lo que él había entregado. Llegó la Medalla de Oro al Mérito en las Bellas Artes, el nombramiento como Hijo Predilecto de Plasencia, una avenida con su nombre, locales de ensayo bautizados como Roberto Iniesta en una antigua iglesia, y hasta campañas culturales que usaron su música como bandera.
Mientras tanto, en las aulas, su obra empezaba a colarse de forma natural. Docentes de infantil y primaria utilizaban sus canciones para trabajar el lenguaje, la creatividad y las emociones con los más pequeños, que cantaban sus letras sin prejuicios ni etiquetas.
Lo que durante años fue visto como “rock sucio y macarra” ha terminado reconocido como lo que siempre fue: una forma de poesía cruda, directa y profundamente humana.
Un legado que ahora es responsabilidad de todos
“En nuestras manos está que esta obra maravillosa, llena de valores humanos, perdure y trascienda a través de las escuelas y universidades de habla hispana”, dice la nota de despedida. Es algo más que un deseo: es casi un mandato.
Robe deja un legado inmenso, no sólo en forma de discos y conciertos históricos, sino como herramienta para seguir hablando de dignidad, de afectos, de rabia, de rebeldía y de belleza en su estado más salvaje. Sus letras pueden acompañar tanto a un adolescente que no sabe muy bien quién es, como a un adulto que lleva toda la vida intentando no olvidarlo.
El reto ahora será no convertirlo únicamente en un mito congelado en camisetas y tatuajes, sino en un autor vivo al que se vuelve una y otra vez para encontrar nuevas lecturas, nuevas preguntas, nuevas respuestas.
Un adiós que duele, pero no se calla
En los próximos días se anunciarán el lugar y la hora de un gran homenaje en Plasencia, su casa, donde miles de personas querrán despedirle. Pero en realidad ese adiós ha empezado ya: en cada vez que alguien ha puesto un disco suyo esta noche, en cada verso compartido en redes, en cada mensaje entre amigos que se han mandado un simple “¿lo has visto?” seguido de un silencio largo.
Se va Robe Iniesta, pero no se apaga lo que encendió. Quedan las canciones que ayudaron a llorar cuando nadie miraba, los versos que levantaron a más de uno del suelo, los conciertos que hicieron sentir, por un rato, que la vida tenía sentido aunque fuera “al camino recto por el más torcido”.
Hoy duele. Mucho. Pero también hay agradecimiento. Porque no todos los días aparece alguien capaz de mezclar rock, filosofía, ternura y rabia de esa manera tan suya. Porque no todos los días un músico consigue que generaciones enteras aprendan, casi sin darse cuenta, a pensar y a sentir un poco más hondo.
Vuela alto, Robe. El hombre pájaro se ha ido. Pero los que se quedan siguen teniendo sus canciones como mapa, refugio y recordatorio de que, incluso en los tiempos más oscuros, siempre habrá una guitarra y unas palabras dispuestas a pelear contra la tristeza.

















