La situación en Haití es alarmante: la línea entre guerra civil y crimen organizado se ha desdibujado en un entorno donde el Estado ha colapsado y la seguridad se ha convertido en un bien escaso. La violencia se ha intensificado, reflejando las guerras posmodernas, donde bandas criminales superan en poder a las instituciones estatales. Este panorama ha hecho que, a pesar de varios intentos de intervención internacional, la seguridad y el orden sigan siendo promesas vacías para una población que sufre constantemente.
El Consejo de Seguridad de Naciones Unidas aprobó recientemente el despliegue de una fuerza multinacional, aunque con reticencias y escaso apoyo, lo que evidencia la falta de compromiso fundamental de la comunidad internacional. La misión, liderada por fuerzas de Kenia junto con algunos otros países, ha llegado tarde y en menor cantidad de lo necesario para hacer frente a una violencia que ha cobrado miles de vidas. La falta de voluntad política y el debilitamiento de las instituciones han permitido que las bandas, como el grupo «Familia G9», consigan un poder casi gubernamental, forzando incluso a la clase política a considerar con ellos un diálogo.
A medida que la violencia persiste, el clima de impunidad crece y las críticas hacia las intervenciones anteriores resuenan en el ambiente, al recordar cómo la ayuda humanitaria en Haití ha sido históricamente mal gestionada. La intervención actual, aunque aclamada como un intento de rescatar a la nación, enfrenta serios desafíos tanto legales como operativos, que no solo retrasan las acciones necesarias, sino que también plantean la inquietante posibilidad de que Haití se convierta en un nuevo campo de batalla para fuerzas externas y actores privados, en lugar de una nación que recupere su autonomía y estabilidad.
Artículo resumido que puedes leer completo aquí