A primera hora de la tarde del 11 de marzo de 2011, un enorme terremoto de magnitud 9.0, el cuarto mayor registrado en la historia, agitó fuertemente la costa este de Japón, principalmente en la isla de Honshu. Pese a la formidable intensidad de la sacudida, que se prolongó durante 6 minutos y liberó una energía de 500 megatones, los daños inmediatos fueron moderados gracias al modélico plan de prevención sísmica del país.
Pero esa fue sólo la antesala del verdadero desastre. Unos 30 minutos después, el nivel del mar empezó a subir en el puerto de Miyako, ciudad de unos 50 000 habitantes situada 200 km al norte del epicentro. Las imágenes son hipnóticas. De entrada, nada parece particularmente grave. La subida, primero imperceptible y luego lenta, se prolonga durante varios minutos, arrastrando un número creciente de embarcaciones que golpean con fuerza los muros protectores del puerto, de 10 m de altura.
Al otro lado del muro hay gente paseando que aparenta confianza y tranquilidad. Pero el nivel del agua sigue creciendo hasta que sobrepasa netamente los muros y la hipnosis da paso al estupor: una masa de agua oscura se precipita hacia el puerto y avanza tierra adentro, barriendo la ciudad y arrastrando embarcaciones, vehículos, edificaciones y todo lo que encuentra a su paso hasta unos 5 km de la costa. La devastación es absoluta.
Consecuencias en Japón
En la central nuclear de Fukushima Daiichi, unos 350 km al sur, el tsunami también rebasó los muros protectores, dañando gravemente cuatro reactores y provocando la mayor catástrofe nuclear desde Chernobyl.
Las cifras oficiales indican que provocó cerca de 20 000 muertes y, 5 años después del terremoto, todavía había más de 220 000 personas desplazadas. Las pérdidas económicas se cifraron en 20 000 millones de euros, reduciéndose en medio punto porcentual el producto interior bruto del país.
El impacto, pese a ser enorme, empalidece en comparación con el del tsunami del Índico ocasionado por el terremoto de Indonesia de 2004, de magnitud similar. En ese caso, el tsunami barrió un total de 14 países ribereños en las horas que siguieron al terremoto, causando más de 200 000 víctimas y una destrucción sin precedentes.
Impactos de los tsunamis a nivel mundial
Los tsunamis, especialmente los originados en zonas de convergencia (o subducción) entre placas tectónicas, como los de Japón e Indonesia, constituyen uno de los fenómenos naturales más mortíferos y destructivos.
A nivel mundial, las pérdidas asociadas al impacto de los tsunamis son colosales: según la Oficina de Naciones Unidas para la Reducción del Riesgo de Desastres, entre 1998 y 2017 murieron más de 250 000 personas y las pérdidas económicas superaron los 240 000 millones de euros.
Cabe destacar que, durante este tiempo, cerca del 10 % de las pérdidas económicas causadas por desastres se debieron a tsunamis. En promedio, cada tsunami ocurrido en los últimos 100 años ha causado cerca de 5 000 víctimas, superando con creces a cualquier otro desastre de origen natural.
Actualmente, más de 700 millones de personas viven en zonas costeras e islas pequeñas, expuestas a eventos extremos relacionados con la subida del nivel del mar, inundaciones y tsunamis. Este número aumenta rápidamente y se estima que podría acercarse al 50 % de la población mundial hacia 2030. Afortunadamente, los grandes tsunamis como los mencionados no son frecuentes, y no todas las zonas costeras tienen el mismo riesgo de sufrir uno; ello depende del contexto geológico en que se encuentran.
¿Podría ocurrir un tsunami en España?
En algunos lugares como España, sin embargo, impera una falsa sensación de seguridad. La falta de experiencias recientes, en una sociedad donde la inmediatez establece el orden de relevancia de los hechos, hace que este tipo de riesgos se consideren menores. Pero es una percepción engañosa: el mayor sismo conocido de la historia europea ocurrió en el golfo de Cádiz el Día de Todos los Santos de 1755.
El denominado terremoto de Lisboa originó un tsunami que azotó violentamente las costas del suroeste de la península ibérica y el norte de África, provocando daños importantes en diversos puntos del Caribe, Norteamérica y Sudamérica. Se calcula que causó entre 20 000 y 50 000 muertes, e incitó un amplio y profundo debate tanto a nivel científico como político y filosófico.
Aunque es poco probable dado el largo periodo de recurrencia entre grandes terremotos en la zona de convergencia entre las placas euroasiática y africana, no es descartable que un fenómeno similar pueda ocurrir próximamente. Asimismo, es factible que tsunamis menores, originados en las fallas tectónicas del margen norteafricano, impacten en la costa mediterránea en las próximas décadas.
Sistemas de vigilancia y alerta
La magnitud de los terremotos y su localización suelen ser buenos indicadores de su potencial para generar tsunamis destructivos. En base a la experiencia, se considera que los sismos de magnitud superior a 7,5 con epicentro en el mar son susceptibles de generar un tsunami, mientras que la probabilidad decae rápidamente para los de magnitud inferior. La disponibilidad inmediata de este tipo de información en caso de ocurrencia de sismos y su incorporación en los sistemas de vigilancia y alerta temprana es clave para la toma de decisiones y la mitigación del riesgo asociado.
Otro elemento importante en el diseño de sistemas de alerta eficientes es el conocimiento y caracterización adecuada de las estructuras geológicas causantes de los sismos, es decir, las fallas tectónicas.
De hecho, un modelo conceptual propuesto por investigadores del Institut de Ciències del Mar (ICM-CSIC) muestra que un parámetro clave para determinar el potencial tsunamigénico de cualquier terremoto es la rigidez de las rocas que rodean la falla tectónica, es decir, su propensión a deformarse cuando se aplica un esfuerzo.
Para una magnitud determinada, la deformación del subsuelo marino y, por tanto, el potencial para generar un tsunami, aumenta a medida que disminuye la rigidez. Así, terremotos de magnitud moderada pueden generar tsunamis si la ruptura alcanza profundidades someras, donde hay rocas de baja rigidez.
Un estudio reciente muestra que este es, efectivamente, el caso de diversos terremotos que, pese a tener magnitudes moderadas, han provocado tsunamis destructivos. Un ejemplo es el terremoto de Nicaragua de 1992, que originó un tsunami de unos 10 m que barrió la costa del país llevándose la vida de 170 personas y dejando sin hogar a más de 13 500. En este caso, la baja rigidez de las rocas en la zona de ruptura permite reproducir no solo la deformación del suelo marino que generó el tsunami, sino también la larga duración del fenómeno y la intensidad moderada del movimiento sísmico asociado.
En su conjunto, estos trabajos revelan la vital importancia de identificar y caracterizar mediante estudios geofísicos detallados la geometría y las propiedades elásticas de las estructuras geológicas susceptibles de generar terremotos submarinos e incorporar la información en simulaciones numéricas.
Estos resultados abren las puertas a combinar las características mencionadas, como por ejemplo la intensidad de las vibraciones y su duración, para mejorar los sistemas de alerta de tsunamis a escala mundial, incluyendo la zona del golfo de Cádiz y el Mediterráneo occidental, donde hay un registro histórico de terremotos y tsunamis devastadores.
Valentí Sallarès Casas ha recibido ayudas en forma de proyectos de investigación de la Agencia Española de Investigación (AEI).
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Puedes leer el original aquí.