Una Lucha Interna Incesante
Desde el principio de La Promesa misma, María Fernández ha sido una mujer fuerte, entregada, leal. Sin embargo, las últimas terribles experiencias han hecho que esa fortaleza tan llevada por ella que parecía inexorable se haya visto desgastada en exceso. «Ya no puedo más», parece gritar su silencios, sus miradas extenuadas; sus palabras a Samuel, el único que parece llegar a entenderla, sólo son las palabras que de la boca de ella parecieran ser sólo murmuradas.
La insistente persecución de Petra ha llegado a ser algo demasiado agotador. Esa serie de humillaciones enmascaradas se ha convertido en una firme persecución, agonizantemente, convirtiéndose en una bomba que va consumiendo en pérdida de energías y esperanzas a María. Además, la situación se ha visto intensificada por las recientes despedidas que han llegado a sacudir el equilibrio familiar del hogar. Rómulo, la figura paterna de todos los sirvientes, ha partido y se ha dejado el hueco imposible de cubrir.
El Vacío de un Hogar
Emilia, su compañera de confidencias, también ha dejado el hogar; la soledad ha llegado a inmiscuirse en María. «Cuando Rómulo se fue, se llevó muchísimo más que su maleta: se ha llevado la paz de este lugar», confiesa María en un momento de introspección amarga. Pero lo que impulsa a María hacia la idea del abandono no se basa solamente en la hostilidad del entorno, ni en la tristeza que inunda el palacio. Hay un dolor más intenso, más íntimo y más arrastrado en el tiempo, que es la memoria de Jana.
La muerte de Jana fue tragedia que no llegó a cicatrizar el corazón de quienes la amaron y María, en especial, siente aquella herida aún sin cerrar. En La Promesa la existencia se ha convertido en una colección de pérdidas, de amores fracasados, de batallas que no siempre se pueden librar. Por primera vez María se da la oportunidad de concebir otro futuro. Quizá, uno alejado de aquellos muros que durante tantos años la acogieron y que se sienten una prisión sin barrotes.