A principios de este mes, el ex primer ministro italiano Mario Draghi presentó un informe que marcaba un antes y un después en la estrategia de la Unión Europea (UE), apuntando a una mayor competitividad en el emergente sector de las tecnologías limpias. Este enfoque, alineado con las ambiciones climáticas globales y la necesidad de reforzar la soberanía económica de Europa, parecía señalar un nuevo capítulo en la política económica exterior de la UE. Sin embargo, los acontecimientos recientes han puesto en jaque esta visión, evidenciando las complejidades y los dilemas que enfrenta la Unión en su relación comercial con potencias externas, en particular con China.
Tras una visita de tres días a China, el presidente del Gobierno español, Pedro Sánchez, expresó su preocupación ante los planes de la UE de imponer aranceles a las importaciones de vehículos eléctricos chinos. Sánchez argumentó que tales medidas podrían desencadenar una guerra comercial, poniendo en riesgo sectores económicos clave para España, incluidas las exportaciones anuales de cerdo valoradas en 1.200 millones de euros y la inversión china proyectada de 1.000 millones de dólares en una planta de electrolizadores de hidrógeno. La postura de Sánchez encontró eco en Alemania, donde tanto el canciller como el ministro de Economía urgieron a Bruselas a buscar soluciones políticas antes de proceder con los aranceles.
Esta resistencia interna a las medidas propuestas por la Comisión Europea resalta el delicado equilibrio que debe manejar la UE entre proteger sus industrias emergentes y evitar conflictos comerciales con gigantes económicos como China. Los aranceles, fundamentados en una investigación sobre los subsidios chinos que distorsionan el comercio, no buscan ser punitivos sino restaurar un terreno de juego equitativo para los fabricantes europeos. Sin embargo, la reacción de España y Alemania muestra que los intereses nacionales y las relaciones diplomáticas pueden complicar la implementación de políticas comerciales comunes.
En el fondo de este debate está la defensa de un sistema basado en reglas que ha sido el pilar de la política comercial de la UE. El derribo político de la propuesta de aranceles podría minar seriamente este enfoque, afectando la capacidad de Europa para actuar de manera cohesiva en el escenario mundial. Además, hay preocupaciones legítimas sobre la seguridad económica y climática de la UE, con la industria automovilística europea y la transición verde en juego. Si Europa cede ante las presiones exteriores y se torna dependiente de las importaciones de vehículos eléctricos chinos, esto podría socavar la base industrial de la UE y su autonomía en la transición hacia energías limpias.
El consenso político dentro del G7 sobre la necesidad de reducir la dependencia de China y evitar excesivas dependencias comerciales señala un momento crucial. La historia muestra que aceptar cierto grado de tensión en las relaciones comerciales con China puede llevar a resultados positivos y a una diversificación de socios comerciales, como ilustra el caso de Australia. Sin embargo, Europa se enfrenta a un desafío de mayores proporciones, buscando equilibrar sus intereses económicos inmediatos con consideraciones estratégicas de largo plazo.
A medida que la UE reflexiona sobre su próximo movimiento, la saga reciente subraya la necesidad de una visión unificada frente a China. Contrarrestar la influencia económica de Pekín y negociar desde una posición de fuerza requerirá no solo medidas comerciales cuidadosamente calibradas, sino también una cohesión y solidaridad europeas que hasta ahora han mostrado fisuras. Europa se encuentra en una encrucijada, no solo en términos de su política económica exterior sino también en lo que respecta a su cohesión interna y su papel en el orden económico global emergente. La decisión de imponer aranceles a los vehículos eléctricos chinos será tan sólo un capítulo en una narrativa mucho más amplia sobre la autonomía estratégica de la UE y su capacidad para navegar en aguas geopolíticas cada vez más turbulentas.