¿Y los kurdos qué? Esta pregunta resonó en diversas latitudes, tanto dentro como fuera de Siria, al presenciar al mundo el desplome de las estatuas de Bashar Asad. En un escenario donde el destino de Damasco se mostraba incierto —y continúa siendo una interrogante hasta la fecha—, el avance de las facciones ultraislamistas como Tahrir Sham desde el norte, el arribo de milicias drusas de Suwaid y otros grupos locales desde Daraa, así como el levantamiento de la población capitalina, delinearon un panorama de fragmentación más que una conquista militar en su esencia. La caída del régimen de Asad se interpretó no por una derrota en el campo de batalla, sino por la ausencia total de apoyos.
La enquistada realidad de los kurdos en Siria refleja una historia de marginación y represión, que no halla sus inicios bajo el mandato de Bashar al-Asad, sino que se remonta a 1962 con el gobierno de Hafez al-Asad. Desde entonces, los kurdos han enfrentado una ardua lucha por el reconocimiento de sus derechos y su identidad colectiva. La despojación de la nacionalidad a aproximadamente 120.000 kurdos sirios y una sistemática opresión de su lengua y cultura han marcado la relación entre el Estado sirio y la población kurda.
Cuando las fuerzas de Tahrir Sham y el Ejército Nacional Sirio, apoyado por Turquía, iniciaron su ofensiva, las milicias kurdas YPG encontraron en el régimen de Asad un aliado circunstancial contra un enemigo común. Esta alianza forzada no era, sin embargo, un respaldo a Asad, sino una medida de supervivencia ante un adversario que había infligido severas derrotas a los kurdos en el pasado, como el asedio de Kobani y la conquista de Afrin.
Ahora, con una Siria post-Asad en el horizonte, surgen interrogantes sobre el papel que desempeñarán los kurdos en la reconstrucción del país. A pesar de las declaraciones del presidente turco, Recep Tayyip Erdogan, sobre la convivencia pacífica entre las diferentes etnias y religiones en Siria, las prospecciones de Ankara excluyen al YPG, considerándolo una extensión del PKK, organización catalogada como terrorista por Turquía y la Unión Europea. Este estigma no solo limita el papel político del YPG sino que, además, debilita la influencia kurda en el proceso de transición sirio.
Frente a este telón de fondo, Erdogan vislumbra dos escenarios cruciales: una rápida ofensiva militar para eliminar la influencia del YPG en la frontera o un proceso de reconstrucción que integre facciones kurdas al margen del YPG. La estrategia de Erdogan buscará minimizar la influencia kurda en una Siria reconfigurada, manteniendo a la vez relaciones cordiales con los demás actores regionales y la comunidad internacional.
Sin embargo, la creación de una nueva Siria implica reconocer la diversidad de sus componentes demográficos. Aunque los kurdos representan una minoría, controlan una parte significativa del territorio, incluidos yacimientos petrolíferos vitales. Un enfoque hacia la inclusión, que respalde el kurdo como lengua cooficial y evite la imposición de la sharía, podría ser un paso hacia la estabilidad y el reconocimiento del mosaico cultural sirio.
En este momento de incertidumbre, el papel de Turquía será decisivo en la configuración del futuro sirio. No solo por sus intereses geopolíticos y económicos sino por su capacidad de influir en el proceso político al otro lado de su frontera. Mientras Ankara evalúa sus opciones, la cuestión kurda sigue pendiente, constituyendo un desafío fundamental para la reconstrucción de un país devastado por años de conflicto. La solución, lejos de ser militar, deberá reconocer los derechos y aspiraciones de los kurdos como paso indispensable hacia la paz y la reconciliación en Siria.