Detrás de cada hazaña existe el trabajo de silencioso de muchas personas que a diario se vuelcan para que los protagonistas brillen y la historia se escriba sobre páginas doradas. Es el caso del Balonmano Caserío, un club que se fundó el 27 de julio de 2011 y que, desde entonces, no ha dejado de crecer. 

Hablar de balonmano en Ciudad Real es hacerlo de un deporte que ha permitido a la ciudad vivir algunos de esos momentos imborrables de la memoria colectiva que han traspasado generaciones enteras. Algunos eran niños cuando los Talant Dujshebaev, Hombrados y compañía hicieron que esta localidad reinase en Europa. Otros, la vivieron de lleno, se apasionaron con un equipo que hizo latir los corazones a una velocidad que sólo es comparable a la que propiciaba el primer amor correspondido. 

Después llegó la crisis, la decepción de una despedida que obligó a ver a aquellos ídolos defendiendo otro escudo y otros colores y la muerte de una historia que, aunque dolió, siempre dejó la sensación de que quedaban capítulos por contar. Tocó renacer después del luto, desde la humildad, sabiendo que los años del dinero habían cambiado y que obligaba a arremangarse para construir algo sólido, con futuro, alejándose del lamento de lo que fue y no volvería, por más que los recuerdos siempre condujesen a antaño.

Una de esas personas que siempre estuvo es Vicente Palomares, uno de esos primeros ‘invisibles’ que más que nunca permanece con la ilusión desbordada, como la de un niño esperando encontrar sus regalos en un Día de Reyes, sabiendo que el sueño de volver a lo más alto está más cerca que nunca en esta corta historia de pasión.

Palomares sonríe cuando mira hacia el graderío del Quijote Arena y ve que los asientos vuelven a llenarse para disfrutar del balonmano en Ciudad Real. Reconoce con orgullo que “el Caserío es una ilusión por recuperar lo que fue este deporte en esta ciudad”. 

Con esa ilusión heredada aportan su grano de arena, en un engranaje que traspasa lo deportivo. “El Caserío además del cuerpo técnico, de los jugadores, del presidente, tiene a todos esos colaboradores que altruistamente trabajamos cada día para hacer grande a este club que es la ilusión de toda una ciudad”.

Junto a Vicente, encargado de engalanar el Quijote Arena cada vez que juega el Caserío, con sus lonas, pancartas, o paneles, están otros ‘invisibles’ igual de imprescindibles como Ruth, Ángela, María José, Alfonsi, Nati, Chenchi, Edu, Isabel, Ana o Chechu. Cada uno en su parcela aportan un trabajo fundamental para que el Caserío tenga una estructura de equipo grande. “Aquí hacemos de todo. Algunos se quedan en la puerta para llevar el control de taquillaje, otros ayudamos a poner las pancartas, el de más allá se encarga del tema informático. Lo que haga falta y para lo que vaya surgiendo”.

Justo encima de la bocana de vestuarios, las figuras de Álex Abad y Chechu Aranda emergen para dar voz a lo que sucede en la pista. A su lado, Matas está atento para que nada falle. Cada vez que juega el Caserío, son los encargados de retransmitir los partidos. Sin saberlo, se han convertido en algo así como los primos que acuden a casa a comer los fines de semana, porque se sienten cercanos, entendibles, ayudando a comprender un deporte lleno de matices para los que hace falta recurrir a los ojos de quien ha recopilado muchos minutos observando piezas moverse sobre un parqué, a una velocidad de vértigo. 

Abad lleva en el Caserío desde su fundación. “He pasado por muchos sitios. He sido jugador, he colaborado con el cuerpo técnico alguna vez, estoy en la junta directiva y ahora también estoy en la parte de comunicación”.

Para él, “Caserío es una familia. Lo decimos siempre y es que es tal cual. Todos tratamos de ayudar en todo lo posible. Es la única manera de que el club crezca y salga adelante”. 

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