En las calles de Belgrado, la Nochevieja de 2024 no fue recibida con la alegría y el jolgorio habituales. La entrada al año 2025 vino marcada por una atípica manifestación en el corazón de la capital serbia. A diferencia de otros años, los primeros minutos del nuevo año no estuvieron iluminados por fuegos artificiales, ni resonaron los habituales abrazos y celebraciones. Un nutrido grupo de manifestantes eligió este momento simbólico para concentrarse y protestar contra el gobierno de Aleksandar Vučić, tras el desplome de una marquesina en la estación central de Novi Sad el pasado noviembre, incidente que se cobró la vida de 15 personas.
Este acto de protesta, lejos de ser aislado, se inscribe en una ola de manifestaciones que han sacudido a Serbia desde el trágico evento. Las protestas, lideradas inicialmente por estudiantes universitarios, han crecido al denunciar la corrupción gubernamental y su directa relación con la tragedia. Estos jóvenes han logrado catalizar el descontento popular, desafiando las expectativas y provocando lo que muchos ya consideran un terremoto político en el país balcánico.
La presión de las protestas escaló a principios del año, culminando en una huelga general y el bloqueo de la Autokomanda, una intersección clave para el tráfico hacia el centro de Belgrado. La situación llevó a la renuncia de dos ministros de Transporte y a la imputación de 13 personas relacionadas con el accidente. Esta semana, el primer ministro, Milos Vucecic, anunció su dimisión, pidiendo calma y retorno al diálogo, señal de las profundas reverberaciones políticas provocadas por el movimiento.
Sin embargo, las señales apuntan a que las protestas no cesarán pronto. Iniciadas por una demanda de justicia tras el accidente de Novi Sad, han evolucionado hacia un movimiento más amplio contra la corrupción, alcanzando un nivel de movilización sin precedentes. La crisis se agrava con denuncias de espionaje gubernamental a activistas civiles y un delicado contexto internacional, donde Serbia se encuentra entre la presión de acercarse a la Unión Europea y sus lazos con Rusia y China.
El terremoto político se ve agravado por un informe de Amnistía Internacional que acusa a la Agencia de Inteligencia de Seguridad de Serbia de espiar a activistas civiles. Esta situación pone a Serbia en una encrucijada crítica, debatiendo entre profundizar reformas para una integración europea o ceder ante las influencias de sus aliados orientales.
La reestructuración prometida del gobierno por Vučić, si bien representa un importante gesto hacia las demandas de los manifestantes, también plantea interrogantes sobre el futuro político de Serbia. El mandatario insiste en que no impondrá sanciones a Rusia, en un momento donde su posición se ve cuestionada interna y externamente. La oposición, aunque fragmentada, encuentra en las protestas recientes un renovado ímpetu que podría replantear el equilibrio político del país.
Mientras Serbia se balancea en este delicado momento, los ciudadanos y políticos por igual aguardan los próximos movimientos en el ajedrez político. Lo que es indudable es que, más allá de las coyunturas actuales, las protestas han marcado un antes y un después en la política serbia, demostrando la potencia transformadora de la movilización ciudadana y el irreprimible anhelo de justicia y transparencia gubernamental.