En un revés histórico para la tradición política, la titularidad ya no garantiza una ventaja en las elecciones en Estados Unidos. Durante décadas, ocupar la Casa Blanca ofreció a los presidentes en ejercicio una posición privilegiada en las siguientes elecciones, basada en la percepción de autoridad, experiencia y legitimidad. De hecho, entre 1936 y 2019, 11 de los 14 presidentes que buscaron la reelección consiguieron un segundo mandato, apoyando la teoría de la ventaja automática del incumbente. Sin embargo, este patrón ha sufrido una notable transformación en los últimos ciclos políticos, donde la polarización política, la desconfianza en el sistema y una ciudadanía crónicamente insatisfecha han convertido la promesa de cambio en el principal atractivo electoral.
El fracaso de Donald Trump en 2020, frente a las promesas de cambio de Joe Biden, y el reciente desempeño de Kamala Harris, quien ofreció continuidad en un contexto que demanda transformación, son ejemplos claros de cómo la continuidad se ha convertido en el talón de Aquiles para los candidatos actuales. Este cambio de paradigma se ve reforzado por una tendencia mundial hacia la desaprobación del estatus quo, independientemente de la ideología o el historial del gobierno en turno.
El rechazo a los gobiernos gobernantes no se limita a Estados Unidos. Desde el Reino Unido hasta Austria, pasando por Francia y Portugal, los votantes han expresado su descontento en las urnas, dando lugar a resultados electorales históricos que han sacudido a partidos tradicionales y sistemas políticos enteros. La derrota de los Tories en el Reino Unido, el debilitamiento del partido de Macron en Francia, y los cambios de gobierno en Portugal y Austria son reflejo de un descontento global con la gestión de quienes están en el poder.
Las excepciones a esta ola de cambio, tales como México y El Salvador, subrayan la complejidad del fenómeno político actual, donde los contextos locales juegan un papel fundamental en los resultados electorales. Sin embargo, el análisis del analista John Burn-Murdoch para el Financial Times sobre la pérdida universal de votos para los partidos gobernantes sugiere que estamos ante un cambio histórico en la relación entre los ciudadanos y sus gobiernos.
La inflación surge como un telón de fondo crucial para este descontento global, con votantes de todo el mundo criticando a sus gobiernos por no ofrecer soluciones eficaces a los crecientes precios de bienes y servicios básicos. Este descontento se ve amplificado por una creciente desigualdad y una pérdida de confianza en la capacidad de las administraciones para resolver problemas estructurales. Frente a esta realidad, los votantes buscan respuestas inmediatas y castigan a aquellos que ven responsables de su insatisfacción.
Los resultados de las últimas encuestas en Estados Unidos, que muestran que al menos un 70% de los estadounidenses están insatisfechos con la dirección del país, solo confirman que la demanda de cambio es más fuerte que nunca. A pesar de ser un expresidente, Trump ha sabido capitalizar este sentimiento al posicionarse nuevamente como el candidato del cambio, evidenciando que en las elecciones contemporáneas, más allá de la política específica, la promesa de transformación es la que captura la voluntad de los electores.
Este cambio en la dinámica electoral plantea desafíos importantes para los partidos gobernantes en todo el mundo, especialmente aquellos que enfrentarán elecciones próximamente. Con el colapso de la coalición de gobierno en Alemania y la baja popularidad de Justin Trudeau en Canadá, el mensaje de los votantes es claro: la demanda de cambio no solo persiste sino que se intensifica. En este contexto, responsabilizar a los gobiernos actuales y buscar alternativas se convierte en la norma, llevando a preguntarse si el problema es intrínseco a la gestión o si, por el contrario, refleja una insatisfacción más profunda y generalizada con el estado actual de la política global.