Jesús ha sido, durante mucho tiempo, el bastión emocional de su familia, pero en los capítulos finales es así como ha permitido que ese rol sea en vano. El desprecio de sus familiares, sobre todo el de Marta, quien le dice que no ha sido invitado a su boda; hace de esto la puntilla que lo llevan a su máxima expresión.

Marta, su hermana, parece haberlo desterrado de su vida y este rechazo, lejos de darle alguna clase de certidumbre, se inscribe como una muestra de lo que el mismo Jesús ya intuyó: no pertenece a su familia. La boda, un evento que debería haber sido de unión, se convierte en el símbolo de su exclusión, un recordatorio de que ha sido retirado no solo físicamente, sino emocionalmente.

Pero no solo Marta lo aleja. Julia, su hija, comienza a acercarse a Digna, su abuela, en un gesto que, aunque inocente, lo interpreta Jesús como una traición. La relación entre Julia y Digna crece y mientras la niña encuentra en su abuela aquella madre que nunca tuvo, Jesús siente que está perdiendo lo último que le quedaba: el amor de su hija. Este distanciamiento lo aflige profundamente, pero no solo hacia su soledad, sino también hacia la de Julia. Digna, por su parte, parece disfrutarlo, aunque acercamientos a Julia no están exentos de segundas intenciones; esto añade incluso más tensión a la trama.

Situados en este contexto, la decisión de Jesús de aceptar el trabajo con Brossard y trasladarse a París no parece una elección, más bien aparece como una obligación; París se convierte en el símbolo de esperanza, es la ciudad donde Jesús cree que podrá llevar a cabo el proceso de volver a empezar y dejar atrás las miradas de desprecio y el daño pasado.

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