En un desarrollo inesperante para el mundo político, George Santos, excongresista republicano de Nueva York, ha sido sentenciado a siete años de prisión después de haberse declarado culpable de fraude electrónico y robo de identidad agravado. Santos, de 35 años y el primer republicano abiertamente gay en servir en el Congreso, ha sido un personaje polémico desde que se descubrieron las múltiples falsedades que había esparcido sobre su vida personal y profesional. La Fiscalía federal también ha ordenado que Santos pague 373,749.97 dólares en concepto de restitución a las víctimas de sus delitos.
El caso de Santos alcanzó notoriedad nacional tras una investigación del New York Times que sacó a la luz una compleja trama de engaños, incluyendo pretensiones falsas de haber trabajado en prestigiosas compañías financieras, como el Citi Group o Goldman Sachs, y de ser descendiente de una familia judía sobreviviente del holocausto nazi. A esto se sumaron otras revelaciones sobre su falta de rastro académico y profesional auténtico, y alegaciones de haber montado una inexistente ONG de rescate de animales, además de enfrentar acusaciones previas de fraude en Brasil.
La condena responde no solo al fraude financiero y robo de identidad, sino que se basa también en descubrimientos adicionales acerca de su malversación de fondos de campaña, habiéndose descubierto gastos en artículos de lujo poco éticos como Bótox, ropa de diseño y suscripciones a OnlyFans. Tanto miembros del Partido Republicano como del Demócrata se unieron en una rara muestra de bipartidismo para expulsarlo de la Cámara de Representantes en diciembre pasado.
Después de ser expulsado, Santos buscó formas alternativas de ingreso, recurriendo a la venta de mensajes personalizados en la aplicación Cameo y lanzando un pódcast denominado ‘Pants on Fire’, una irónica referencia a sus constantes mentiras.
El excongresista se ha mostrado resignado frente a su condena, agradeciendo a través de la red social X a quienes le han apoyado en los últimos meses. La sentencia marca el fin de un capítulo turbulento en la política estadounidense que ha puesto de manifiesto la necesidad de mayor transparencia y honestidad en el ámbito público.
