Hace 20 años que empezó a circular físicamente el euro, después de su primera cotización en los mercados el 4 de enero de 1999. El vigésimo aniversario de la circulación del euro anima a hacer balance y a plantearnos qué hubiese sido de España si se hubiese quedado con la peseta.
La ucronía es un recurso común para valorar cualquier impacto de la Unión Europea, pero un ejercicio muy especulativo ante la dificultad de comparar el presente con escenarios alternativos.
Las promesas
El Tratado de Maastricht iba mucho más allá del euro, al sentar las bases para la creación de la UE. Pero la creación de la Unión Monetaria provocó rechazo entre aquellos que lo consideraban un proyecto neoliberal, especialmente entre la izquierda europea y particularmente en Izquierda Unida en España, como explicaba su líder Julio Anguita bajo la propuesta de renegociar Maastricht.
El argumento principal era que, además de institucionalizar el neoliberalismo en el proyecto europeo, la creación de la unión monetaria se basaba en una convergencia monetaria y no real. Las condiciones de convergencia que aseguraban un entorno eficiente para la aplicación de una política monetaria y cambiaria común contemplaban cumplir objetivos de inflación, tipos de interés, tipos de cambio, y déficit o deuda pública. Pero no de reducción del desempleo, porcentaje de gasto público sobre el PIB o desarrollo del estado del bienestar.
El tiempo no le ha quitado la razón al argumento de lo arriesgado que era no considerar la convergencia real porque, junto a otras debilidades, casi acaba con la unión monetaria durante la crisis de deuda pública europea de la Gran Recesión (2008-2012).
En el debate sobre la adopción del euro había cosas que se sabía que pasarían y que se han cumplido. La moneda única prometía un mayor intercambio entre las economías europeas gracias a la desaparición de la incertidumbre sobre los tipos de cambio o la disminución de los costes de intermediación financiera. También se aseguraban la interdependencia y el bienestar, gracias a una mayor estabilidad y transparencia de precios.
La unión monetaria también pretendía asegurar una mayor estabilidad macroeconómica general, el final de las tormentas monetarias y que el euro fuese una moneda fuerte y estable frente al resto de las divisas.
Lo ganado
Todas esas promesas parecen básicamente cumplidas. ¿Se imaginan ahora ir a Francia con pesetas o cheque de viajero? ¿O un alquiler Airbnb en marcos finlandeses o comprar un billete de tren en florines? ¿Se imaginan cómo sería exportar e importar hacia y desde los países de la eurozona?
Más allá de las sensaciones provocadas por los precios del café o del periódico, la inflación dejó de ser prioritaria entre las preocupaciones macroeconómicas (hasta los muy recientes sobresaltos de 2021), así como la vulnerabilidad ante las especulaciones monetarias contra la peseta.
Más allá de la estabilidad macroeconómica, el euro ha facilitado las condiciones para vivir, viajar, estudiar, jubilarnos o hacer negocios dentro de la UE. Nunca los argumentos ortodoxos sobre los desequilibrios macroeconómicos fueron lo más importante, aunque dominaran el debate tantos años. El euro ha tenido tanto de proyecto de integración política como de integración económica. Basta con repasar el vídeo conmemorativo de los presidentes de las cinco instituciones europeas que lo gobiernan o leer al Gobernador del Banco de España cuando dice:
“No podemos olvidar que el euro siempre fue más que unos nuevos billetes o monedas. Era el elemento esencial de una estrategia económica para que las economías europeas y los ciudadanos se proyectasen al mundo con confianza”.
La convergencia macroeconómica hizo viable el euro, pero ha sido insuficiente para convertirlo en la divisa global de referencia (compitiendo con el dólar), que era una aspiración subyacente en el proyecto de la moneda única, ni liberó a Europa para siempre del riesgo de las crisis económicas.
De hecho, al crearse el euro nos preguntábamos qué pasaría en caso de necesidad de ajuste económico y de shocks asimétricos si con el euro se abandonaban los tipos de interés y las devaluaciones cambiarias como mecanismos de ajuste. Lo averiguamos dramáticamente en 2008.
Años difíciles
Los primeros años de la moneda única coincidieron con un largo periodo expansivo, hasta 2007, en el que la unión monetaria ayudó a financiar un notable crecimiento económico en toda la Unión mediante un intenso trasvase de liquidez desde los países centrales a los periféricos.
La Gran Recesión fue una crisis global que afectó especialmente a los países con burbujas en el sector inmobiliario. La deriva de la crisis global hacia la crisis de deuda de la UE afectó, también de forma asimétrica, sobre todo
a los países periféricos donde la abundancia de liquidez había promovido burbujas de crecimiento.
La unión monetaria no había previsto mecanismos de intervención para situaciones de este tipo y la crisis golpeó muy duro a los países más afectados, que soportaron la carga del desbordamiento de la deuda gracias a la financiación del BCE, la Comisión y el FMI, a cambio de programas de austeridad que hicieron la crisis más larga y sus efectos más agudos para los más vulnerables.
La austeridad parecía una solución inevitable. Todo cambió con el whatever it takes de Mario Draghi, por entonces al frente del Banco Central Europeo. Siguió después con la transformación de la gobernanza económica y la gestión de la Unión Monetaria, que se dotó, ahora sí, de los instrumentos que deben prever los shocks asimétricos en el futuro (unión bancaria, mecanismo europeo de garantía de depósitos, unión de los mercados de capitales, creciente coordinación de la política fiscal).
Una ucronía monetaria
¿Qué hubiera pasado si hubiéramos vivido la Gran Depresión con la peseta y sin el euro? Una España fuera del euro no habría esquivado la crisis. Una economía española menos integrada en la UE sería, al mismo tiempo, más dependiente de sus decisiones.
Es difícil pensar en estrategias alternativas que hubiesen reducido la brecha de desempleo que, con el euro, no se han cerrado aún. También es altamente improbable que España hubiera cambiado de forma significativa el destino de sus exportaciones hacia Asia o América.
Las devaluaciones de la peseta no serían factibles en el siglo XXI y España no dispondría, en un entorno tan globalizado como el actual, de mucha autonomía en sus políticas fiscal, monetaria y cambiaria.
Una política económica seguidista de la UE no hubiese ahorrado a España el estallido de la burbuja inmobiliaria pero sí hubiera dejado a su economía con escasas posibilidades ante las expansivas políticas monetarias y fiscales posteriores.
Europa, Europa
La UE es un juego de suma positiva. No todos sus miembros obtienen lo mismo pero todos mejoran sus posiciones entre el antes y el después. El fundamento de la UE es el cumplimiento de unas reglas de juego que aseguran eficiencia y acceso a un mercado rico y amplio a cambio de solidaridad en torno al bienestar común de los estados miembros.
La respuesta a la pandemia mediante el fondo NextGenerationUE es un extraordinario ejemplo de esos principios y debería despejar las dudas sobre la ucronía de una integración con pesetas, marcos o francos. Los fondos NextGenerationUE suponen un reto lleno de desafíos que empuja a la Unión Europea y a España a un ajuste en su modelo productivo, económico y social, y quizás político. Un ajuste que no debe estar basado en menos integración y más pesetas, sino en todo lo contrario.
Pedro Caldentey del Pozo no recibe salario, ni ejerce labores de consultoría, ni posee acciones, ni recibe financiación de ninguna compañía u organización que pueda obtener beneficio de este artículo, y ha declarado carecer de vínculos relevantes más allá del cargo académico citado.
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Puedes leer el original aquí.