A lo largo de la historia, España ha arrastrado un estigma que la ha mantenido al margen de los grandes momentos que han marcado a Europa. Desde su tardía llegada a la Revolución Industrial hasta su escasa participación en ambas guerras mundiales, el país ha vivido como un espectador. Bajo el franquismo, España se vio aún más aislada del proceso de construcción europea, condenando a sus ciudadanos a un complejo de inferioridad que perduró décadas. La ejecución de opositores políticos en los años setenta acentuó esta imagen de país retrógrado, intensificando el deseo de integración con el continente tras la muerte del dictador.
Así, España abrazó el europeísmo como un salvavidas, convirtiéndose en fervientes defensores de una Europa que prometía democratización y progreso. Sin embargo, este europeísmo acrítico y basado más en una devoción que en principios sólidos ha alimentado un caldo de cultivo para el crecimiento de un discurso antieuropeo, mientras el país vive un nuevo fenómeno de aislamiento. La política interna ha acaparado la atención y energía de los españoles, quienes parecen olvidar que una participación activa en los debates europeos es crucial en tiempos de crisis compartidas.
En este contexto, España enfrenta un reto mayúsculo: la realidad de una Europa que ha dejado atrás el optimismo de antaño, ahora centrada en cuestiones de defensa y seguridad. Mientras otros países buscan liderar esta nueva etapa, España se aferra a una imagen idealizada de Europa, confiada en que su fe europeísta le permitirá permanecer en el centro de la conversación. Sin embargo, esta postura podría resultar peligrosa, arrastrando al país a una vez más a un aislamiento perjudicial en tiempos en que colaborar y participar activamente es más necesario que nunca.
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