Después de un verano lleno de giros inesperados y marcado por el ascenso meteórico de Kamala Harris, quien asumió el liderazgo demócrata tras la retirada del presidente Joe Biden, la contienda electoral ha regresado a su, en apariencia, inevitable realidad: un empate técnico. A las puertas del primer —y probablemente único— debate presidencial entre Kamala Harris y el republicano Donald Trump, las encuestas revelan un enfriamiento del entusiasmo hacia la candidata demócrata, que hasta ahora no había parado de crecer semana a semana. La diferencia entre ambos aspirantes a la Casa Blanca es mínima, configurando una de las carreras más reñidas de la historia reciente de Estados Unidos a tan solo dos meses de las elecciones. En lo que va de siglo, ninguna contienda electoral del país norteamericano ha sido tan ajustada como esta, por lo que cualquier tropiezo en el cara a cara televisivo más esperado del año puede resultar letal. Que se lo pregunten a Joe Biden.
A nivel nacional, las encuestas muestran a la vicepresidenta con una ligera ventaja sobre Trump, superando a su rival republicano por apenas 2 o 3 puntos. Sin embargo, como bien saben los demócratas Al Gore y Hillary Clinton, ganar el voto popular no asegura la presidencia. En Estados Unidos, todo se decide en el Colegio Electoral. Y en los estados más disputados, aquellos que este sistema convierte en kingmakers, solo un puñado de votos separa a ambos candidatos, lo que hace de cada uno de estos territorios un campo de batalla decisivo.
En los siete estados que se han perfilado como decisivos en este ciclo electoral —Pensilvania, Michigan, Wisconsin, Georgia, Carolina del Norte, Arizona y Nevada— la contienda está al rojo vivo. Para alcanzar la presidencia, ambos candidatos deben asegurar al menos tres de estas entidades, pero ninguno tiene una ventaja clara en una sola de ellas. Harris lidera ligeramente en Michigan y Wisconsin, mientras que Trump se perfila como favorito en Arizona y Carolina del Norte. Y en el estado más crucial de todos, Pensilvania, la diferencia entre ambos es de apenas 0,3 puntos, de acuerdo con Silver Bulletin. O lo que es lo mismo en términos estadísticos: inexistente.
Pocos en Estados Unidos dudan que quien se lleve Pensilvania el próximo 5 de noviembre será, con casi toda seguridad, el próximo presidente de Estados Unidos. Aunque técnicamente existen vías de ganar las elecciones sin los 19 votos electorales (de un total de 538) que aporta el estado, se trata de un camino tan improbable que la mayoría de analistas lo descartan por completo. En 2016, Trump ganó aquí por apenas 44.000 votos; en 2020, Joe Biden lo recuperó con 80.000 votos de ventaja. Este año, el margen podría ser el más pequeño de la historia en el territorio.
Tras la retirada de Joe Biden, Harris experimentó un impulso vertiginoso de entre seis y siete puntos en las encuestas de la mayoría de los estados clave, así como a nivel nacional. Propulsada por una cobertura mediática positiva y por la euforia de quienes veían a Biden como una apuesta destinada al fracaso, la vicepresidenta transformó una batalla que parecía perdida en una donde parecía la clara favorita.
Pero los tiempos de vino y rosas han llegado a su fin. Este fin de semana, Trump lideró, por primera vez desde julio, una encuesta de The New York Times/Siena College: 48% frente al 47% de Harris. Un sondeo que, pese a ser una excepción —el mismo promedio del NYT mantiene a los demócratas por delante en el voto popular— resalta la fragilidad del respaldo que Harris ha acumulado en las últimas semanas.
Harris se enfrenta ahora a la dura realidad de tener que definir con más claridad qué tiene que ofrecer a los estadounidenses más allá de una alternativa a Trump. Aunque su campaña ha enfatizado cuestiones clave como el derecho al aborto y el fortalecimiento de la clase media, continúa siendo un relativo misterio en la mayoría de los grandes debates de EEUU. De acuerdo con la citada encuesta del Times, un 28% de los encuestados asegura que aún necesita saber más sobre la candidata antes de tomar una decisión definitiva.
Las expectativas del debate también juegan en contra de la vicepresidenta. Donald Trump, a estas alturas, es prácticamente incapaz de sorprender a nadie. Tras cuatro años en la Casa Blanca y enfrentando seis procesos legales en curso, el hombre que en su momento rompió todos los estándares de la política estadounidense es ahora una figura de sobra conocida y predecible. Tanto sus partidarios como sus detractores conocen bien su estilo y sus propuestas, dejando poco margen para sorpresas. Harris, en cambio, sigue siendo una incógnita para muchos votantes, lo que la coloca bajo una presión significativamente mayor.
Para los estadounidenses todavía indecisos —un grupo tan pequeño como decisivo en una carrera que se mide en décimas— el debate representará la mayor ventana hasta la fecha para saber quién, exactamente, es Kamala Harris. Este segmento de votantes, generalmente mucho menos comprometido políticamente, apenas está comenzando a prestar atención a la carrera electoral.
Harris cuenta con altibajos en su historial de debates públicos. La ahora vicepresidenta se ganó gran parte de su fama a nivel nacional por sus interrogatorios a figuras como el juez de la Corte Suprema Brett Kavanaugh o el ex fiscal general Bill Barr en el Comité Judicial del Senado, dejándolos varias veces sin palabras con sus preguntas incisivas. Sin embargo, cuando ha sido ella quien ha recibido los ataques, su respuesta ha sido más vacilante, recurriendo a la defensiva o intentando restar seriedad a los momentos con risas incómodas.
Aunque su desempeño como candidata ha mejorado visiblemente desde su primer —y fallido— intento de llegar a la Casa Blanca en las primarias de 2020, Harris aún no se ha enfrentado a muchas preguntas difíciles en este ciclo. Desde su nominación, su equipo solo ha permitido una entrevista televisiva en profundidad, dejando este debate como su prueba definitiva para demostrar su capacidad de brillar bajo presión. La luna de miel veraniega de Harris terminó. Ahora llega la hora de la verdad.