Este 5 de noviembre, cerca de 240 millones de ciudadanos acuden a las urnas en las elecciones presidenciales de Estados Unidos. Los candidatos que compiten por la Casa Blanca son el republicano Donald Trump, quien regresa con la esperanza de recuperar el poder tras su mandato de 2016-2020, y Kamala Harris, quien se posiciona al frente del Partido Demócrata tras la decisión de Joe Biden de no presentarse a la reelección. La campaña, sin embargo, ha sido cualquier cosa menos convencional: desde la inesperada retirada de Biden hasta el atentado fallido contra Trump en julio.
A pesar de los esfuerzos de ambos candidatos por movilizar a sus seguidores en todo el país, el resultado final no se define únicamente por el número de votos que cada uno reciba. La singularidad del sistema electoral estadounidense hace que todo gire en torno al Colegio Electoral, que determina al ganador con sus 538 votos. Este sistema indirecto, propio de Estados Unidos, permite que un candidato gane la presidencia incluso si no cuenta con la mayoría del voto popular.
El sistema electoral estadounidense funciona de manera indirecta, y el presidente y vicepresidente no son elegidos directamente por los ciudadanos, sino por el Colegio Electoral. Este órgano se compone de 538 compromisarios o “electores” que representan a los 50 estados y el Distrito de Columbia. Cada estado tiene asignado un número de electores proporcional a su representación en el Congreso, lo que se traduce en que estados con mayor población, como California (con 55 electores) o Texas (con 38), cuentan con mayor influencia en el resultado final.
Para ganar la presidencia, un candidato debe asegurar al menos 270 votos electorales, es decir, la mayoría absoluta de los 538 compromisarios. Esta mayoría asegura que el vencedor tenga un respaldo considerable entre los estados, evitando una concentración de poder en unas pocas regiones. Sin embargo, este sistema también implica que algunos estados, llamados “swing states” o estados “péndulo”, adquieran un papel decisivo, ya que su lealtad cambia entre el Partido Demócrata y el Republicano en cada elección.
Uno de los aspectos más característicos del Colegio Electoral es la regla de “el ganador se lleva todo”, que se aplica en casi todos los estados. Esto significa que el candidato que obtiene la mayoría del voto popular en un estado se lleva todos los votos electorales de ese estado, independientemente de si la diferencia es amplia o mínima. Por ejemplo, si Trump o Harris ganan Florida por un estrecho margen, se llevarán los 29 votos electorales asignados a ese estado, consolidando así una ventaja crucial.
Maine y Nebraska son las excepciones a esta regla. En estos dos estados, los votos electorales se reparten de forma proporcional, lo que permite a ambos candidatos obtener parte de los votos según su desempeño en diferentes distritos. Este sistema, aunque minoritario, añade un matiz interesante a la dinámica del Colegio Electoral.
Los estados considerados “péndulo” o “swing states”, como Florida, Pensilvania, Ohio y Michigan, se convierten en puntos de gran interés para ambos partidos. Estos estados no tienen una preferencia fija y sus votantes pueden cambiar de partido entre elecciones, lo que los convierte en los auténticos campos de batalla de la contienda electoral. Las visitas de los candidatos, sus campañas y los esfuerzos de movilización se centran principalmente en estos lugares, donde unos pocos miles de votos pueden definir el rumbo de la elección.
Aunque improbable, existe la posibilidad de que ningún candidato obtenga los 270 votos necesarios, lo que desencadenaría un proceso especial de resolución previsto en la Constitución. En caso de empate, la elección del presidente recaería en la Cámara de Representantes, donde cada estado tendría un voto, mientras que el Senado se encargaría de elegir al vicepresidente. La última vez que se produjo este escenario fue en 1824, cuando John Quincy Adams fue elegido presidente a pesar de no haber ganado el voto popular.
Aunque el voto popular no determina directamente al ganador, su influencia es decisiva. En la práctica, los compromisarios del Colegio Electoral suelen votar según los resultados del estado al que representan, aunque no están legalmente obligados a hacerlo en todos los casos. Esta libertad ha dado lugar a la figura de los “electores infieles”, aquellos que emiten su voto en contra del mandato del estado. Sin embargo, estos casos son raros y, hasta ahora, no han cambiado el resultado de ninguna elección.
A pesar de las críticas, muchos defensores del Colegio Electoral consideran que este sistema protege a los estados menos poblados y obliga a los candidatos a buscar apoyo en todo el país, no solo en las grandes ciudades. No obstante, algunos argumentan que el Colegio Electoral otorga demasiado peso a ciertos estados y permite que un candidato gane sin la mayoría del voto popular, como ocurrió en 2000 y 2016, lo que ha alimentado el debate sobre una posible reforma.
Aunque este martes se espera que los estadounidenses elijan al próximo presidente, el proceso no concluye el día de las elecciones. El resultado oficial depende de la reunión del Colegio Electoral, que se celebrará este año el 16 de diciembre, cuando los compromisarios emitirán sus votos. El 6 de enero de 2025, el Congreso procederá a contar y certificar los votos, y el presidente electo asumirá el cargo el 20 de enero, en una ceremonia que se ha convertido en uno de los eventos más importantes de la política estadounidense.