En un gesto de desafío final frente a sus ejecutores, Stjepan Filipović, un partisano condenado por los nazis, alzó los brazos en una última señal de resistencia antes de su ahorcamiento el 22 de mayo de 1942. La imagen de su ejecución en Valjevo, actual Serbia, perdura como un poderoso símbolo de la lucha por la libertad y el antifascismo, resonando en diversos rincones del mundo, desde Nueva York hasta Nueva Delhi. Incluso el presidente indio de aquel entonces, Nehru, no pudo evitar conmoverse, contemplo la fotografía y declaró: «Qué moral bajo una soga. Este hombre ha cruzado la línea de la muerte.»
Filipović, de origen croata, no solo dejó un legado en fotografías, sino también en la gigantesca estatua de aluminio de 16 metros de alto en Valjevo, replicando su icónica postura. Esta obra, creación del escultor Vojin Bakić, simboliza la resistencia y el heroísmo ante la opresión. Durante la era yugoslava, la imagen servía como herramienta de propaganda para fortalecer los lazos entre croatas y serbios. Sin embargo, el monumento no ha estado exentó de actos de vandalismo, incluyendo grafitis ofensivos y hasta disparos a su base.
La compleja historia post-yugoslava ha visto cómo se ha demolido, dañado o vandalizado una gran cantidad de monumentos, entre ellos el de Filipović en Opuzen, Croacia, dinamitado en el contexto de las tensiones durante el proceso de independencia. La destrucción de casi 6.000 monumentos conmemorativos muestra un esfuerzo claro por borrar las huellas de un pasado colectivo antifascista en un nuevo contexto político y nacional.
A pesar de estos esfuerzos por el olvido, la nostalgia y el interés por el legado yugoslavo persiste. Lugares como la cafetería Tito en Sarajevo aún celebran la herencia común, sugiriendo una compleja relación con el pasado yugoslavo. Los monumentos y recuerdos de esa era, a menudo abandonados o maltratados, como el memorial partisano de Mostar, enfrentan amenazas pero también un interés renovado de visitantes extranjeros y locales.
Esta tendencia se enfrenta a un presente en el que figuras y símbolos yugoslavos son marginados o reinterpretados en clave nacionalista. En Belgrado, iniciativas como la propuesta de transformar el Museo de Yugoslavia en un museo de historia serbia, mueven a la reflexión sobre la forma de proceder con el legado de un país desaparecido, una reflexión que alcanza incluso a las tumbas de personalidades destacadas que ahora parecen quedar fuera del marco de reconocimiento oficial debido a su identificación con Yugoslavia.
La contradicción entre el deseo de preservar el legado cultural yugoslavo y las dinámicas políticas actuales plantea un reto constante. Mientras algunos ven en la nostalgia yugoslava un anhelo por tiempos de amistad y unidad perdidos, otros perciben la necesidad de redefinir la identidad en el contexto de los nuevos estados balcánicos. La región sigue navegando entre la esperanza de una reconciliación futura y el peso de un pasado común que, aunque a veces incómodo, continúa siendo un referente de resistencia y solidaridad humanas.