La sesión plenaria del Parlamento Europeo celebrada el 1 de marzo ha dejado testimonios que permiten anticipar avances políticos de gran calado para el proceso de construcción europea. Basta revisar los discursos de la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Layen, y, particularmente, el del Alto Representante de la Política Exterior y de Seguridad, Josep Borrell, para confirmar esta tesis.

Así, mientras Rusia refuerza su ofensiva sobre Ucrania y escala verbalmente la intensidad de sus amenazas hasta límites difíciles de imaginar, Borrell conminaba a Europa a “pensar estratégicamente sobre sí misma, su entorno y el mundo”.

Y lo hizo bajo la advertencia de que difícilmente es realista seguir confiando en que “apelar al estado de Derecho y desarrollar relaciones comerciales van a convertir al mundo en un lugar pacífico”. Por eso, señaló, “hay que reflexionar sobre el instrumento de coacción, de represalia y de contraataque frente a adversarios temerarios (…) Tenemos que aumentar la capacidad de disuasión para evitar la guerra”.

El mensaje de quien dirige la Política Exterior y de Seguridad incorpora, sin duda, un registro narrativo nuevo que puede herir la sensibilidad de muchos europeos, pero que contribuye a centrar el debate desde la madurez que exige entender el alcance de la gravedad de los acontecimientos a los que nos enfrentamos y, en consecuencia, la conveniencia de explorar el margen de actuación de la Unión a partir de planteamientos hasta ahora poco convencionales.

Desde la creación de la Unión Europea en la década de los años cincuenta, y a pesar de otros muchos momentos de dificultad vividos, la Unión no ha tenido que hacer frente a una amenaza tan grave como la que representa la agresión de Rusia sobre la soberanía territorial y política de un Estado.

Se trata, conviene no olvidarlo, de una acción humana de carácter premeditado. Un atentado al orden internacional liberal que contraviene las reglas del Derecho Internacional y que contiene elementos que permiten calificar lo ocurrido de crimen contra la humanidad.

Desde esta aproximación se comprende bien la respuesta que la Unión Europea ha tenido que improvisar para sorpresa de Rusia. Más allá de las sanciones económicas masivas cuyo impacto resulta ciertamente intenso en lo económico, las instituciones europeas han querido avanzar en términos históricos.

Así, por primera vez, la Unión ha acordado intervenir de manera directa en un conflicto asumiendo la responsabilidad de coordinar y financiar el envío de material militar ofensivo y defensivo a Ucrania. Se trata de una decisión política ciertamente audaz que confirma la voluntad europea de ensanchar el espacio de acción en materia de seguridad y defensa hasta el límite de lo que permiten los Tratados y más allá.

Los impulsos europeos para disponer de una política de seguridad y defensa común, conviene no olvidarlo, han estado presentes desde los mismos orígenes de la construcción europea. El fracasado intento de crear la Comunidad de Defensa en 1952 así lo atestigua. Sin embargo, el proceso no ha sido sencillo.

De hecho, los avances más significativos se hicieron esperar hasta la reforma del Tratado de Lisboa cuya entrada en vigor, en 2009, permitió a la Unión disponer de una cláusula de asistencia mutua que sólo se ha activado a petición de Francia, tras los atentados terroristas de Daesh en París.

También resulta digna de mención la previsión de una fórmula de cooperación estructurada permanente que ha comprometido a veinticinco Estados miembros, entre ellos España, en el desarrollo de múltiples proyectos en materia de defensa.

Sin restar importancia a los esfuerzos políticos que la Unión Europea ha venido desarrollando hasta la fecha para fortalecer sus estructuras de seguridad y defensa, ninguno ha tenido un impacto acelerador tan significativo como el que ha supuesto para la Unión experimentar una amenaza real sobre sus propios fundamentos como la que representa la agresión rusa.

Una respuesta disruptiva por parte de la UE

La respuesta disruptiva que la Unión Europea está administrando permitirá, sin duda, dotar de contenido real el concepto de autonomía estratégica que la Unión Europea ha colocado ya desde algún tiempo en un lugar preferente de su agenda política. Se trata, en suma, de una fórmula compleja de materializar que, sin embargo, aspira a que los europeos podamos tomar el control de nuestra seguridad reforzando nuestra capacidad de respuesta con un pilar sólido dentro de las estructuras de defensa colectiva de las que formamos parte.

La unidad de los Estados miembros de la Unión y su compromiso con el fortalecimiento de una seguridad común podría constituir, a la larga, el germen de esa Europa geopolítica que se reclama con convicción y que convertiría a la Unión Europea, definitivamente, en un actor global con capacidad para influir.

En la búsqueda de este propósito encontramos todavía hoy inspiradoras las palabras de Robert Schuman cuando señalaba, en la década de los cincuenta, cómo “fue necesario preparar las mentes para que aceptaran soluciones europeas” bajo la convicción “de que el verdadero interés de cada cual consiste en reconocer y aceptar en la práctica la interdependencia de todos”.

Es pronto para extraer conclusiones definitivas, pero quizás sea la consolidación de las estructuras de seguridad y defensa de la Unión Europea el único beneficio real que, pasado un tiempo, podamos rescatar de entre los cascotes de destrucción humana, económica y política que dejará en el continente esta indigna guerra de agresión.

Mariola Urrea Corres no recibe salario, ni ejerce labores de consultoría, ni posee acciones, ni recibe financiación de ninguna compañía u organización que pueda obtener beneficio de este artículo, y ha declarado carecer de vínculos relevantes más allá del cargo académico citado.

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Puedes leer el original aquí.

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