El 26 de diciembre de 1991, el mundo asistió a un cierre formal que llevaba meses escribiéndose a cámara lenta: la Unión Soviética dejó de existir. No fue una escena de película con un único botón rojo, sino la última firma de un edificio institucional que ya se había vaciado por dentro. Ese día, el Soviet Supremo —a través del llamado Consejo de las Repúblicas— certificó el final de un Estado que había marcado el ritmo geopolítico del planeta durante casi siete décadas.
Años después, la desaparición de la URSS sigue funcionando como una frontera histórica: separa la era de los bloques del tiempo de la globalización acelerada, la supremacía tecnológica y la rivalidad de nuevas potencias. También dejó una herencia compleja en el espacio postsoviético, donde el mapa cambió de nombre, pero no siempre de tensiones.
De un proyecto revolucionario a una superpotencia industrial y militar
La URSS nació oficialmente en diciembre de 1922, como una federación de repúblicas soviéticas que pretendía convertir una revolución en un modelo de Estado exportable. La promesa era colosal: construir una economía planificada capaz de industrializarse a velocidad de vértigo, garantizar empleo y servicios, y competir con el capitalismo no solo en ideología, sino en resultados.

Durante décadas, la Unión Soviética fue —con sombras y luces— un actor imposible de ignorar. Resistió y venció en el frente oriental de la Segunda Guerra Mundial con un coste humano devastador; después, entró de lleno en la Guerra Fría. El planeta se organizó en torno a su pulso con Estados Unidos: carrera nuclear, espionaje, propaganda, conflictos indirectos y una competición tecnológica donde la conquista del espacio se convirtió en símbolo de poder.
Ese sistema, sin embargo, también arrastraba grietas estructurales: rigidez económica, escasa innovación de consumo, burocracia hipertrofiada y una dependencia peligrosa de sectores estratégicos. Mientras la imagen exterior era la de un coloso, por dentro crecían la ineficiencia y el desgaste social.
Los años de la “estabilidad” que escondían estancamiento
En los años setenta y parte de los ochenta, el discurso oficial insistía en la estabilidad. Pero la estabilidad, en muchas regiones, significaba estancamiento: productividad débil, falta de incentivos, corrupción, un mercado negro que suplía carencias y un desfase tecnológico respecto a Occidente en áreas clave.

A esa ecuación se sumaron golpes que aceleraron el deterioro: el coste de la guerra de Afganistán, el impacto político y psicológico de Chernóbil, y el esfuerzo permanente de sostener un aparato militar gigantesco. Las reformas parecían inevitables, pero cualquier cambio serio chocaba contra el temor del sistema a perder control.
Gorbachov: reformar para salvar… y destapar la fuga
Cuando Mijaíl Gorbachov llegó al liderazgo en 1985, introdujo dos conceptos que hoy son inseparables de su figura: perestroika (reestructuración) y glasnost (apertura). La idea era modernizar la economía y oxigenar la política sin romper el Estado. Pero, en la práctica, la apertura actuó como una palanca que levantó la alfombra: salieron a la luz la magnitud de los problemas, el cansancio social, los agravios nacionales y la debilidad de un centro que ya no podía imponer obediencia con la misma facilidad.

El terremoto no se limitó a Moscú. En 1989, Europa del Este se transformó: cayeron regímenes alineados con el Kremlin y el Muro de Berlín dejó de ser una frontera física. Aquello no derrumbó automáticamente la URSS, pero sí rompió una certeza: el imperio político soviético ya no podía sostenerse por inercia.
1991: el año en que el Estado se quedó sin Estado
En 1991, el país entró en una secuencia de acontecimientos que, vistos con perspectiva, parecen inevitables, pero que entonces fueron una cadena de decisiones urgentes, miedos y cálculos de supervivencia.

Por un lado, existía el intento de renegociar la unión en una forma más flexible. Por otro, crecía el empuje de repúblicas que reclamaban soberanía real. El golpe decisivo llegó en agosto: un grupo de dirigentes intentó frenar la deriva con un golpe de Estado. Fracasó, pero dejó una consecuencia irreversible: el poder central quedó deslegitimado y debilitado, mientras líderes como Borís Yeltsin ganaban protagonismo y capacidad de decisión en Rusia.
A partir de ahí, la ruptura se formalizó por etapas:
- El 8 de diciembre de 1991, Rusia, Ucrania y Bielorrusia firmaron los Acuerdos de Belavezha, declarando que la URSS dejaba de existir como sujeto político y proponiendo una nueva estructura: la Comunidad de Estados Independientes (CEI).
- El 21 de diciembre de 1991, la Declaración de Alma-Atá amplió el marco de la CEI con más repúblicas, consolidando el hecho consumado: el centro soviético ya no mandaba sobre la periferia.
- El 25 de diciembre de 1991, Gorbachov anunció su dimisión como presidente de la URSS, reconociendo que el país se deshacía y que su cargo ya no tenía un Estado que gobernar.
- Y el 26 de diciembre de 1991, el Soviet Supremo certificó la disolución: el final administrativo de una potencia que llevaba meses descomponiéndose en tiempo real.
Un final que redibujó el planeta y abrió una era distinta
La caída de la URSS no solo cambió un nombre en los atlas. Reordenó alianzas, mercados, doctrinas militares y prioridades tecnológicas. Nacieron 15 Estados independientes del marco soviético, con ritmos diferentes de transición política y económica. Se redefinieron fronteras, identidades y lenguas oficiales. Y, en muchos casos, también se heredaron conflictos latentes que el viejo sistema había congelado por fuerza.
En Occidente, el final del gran rival alimentó la sensación de “fin de la historia”: una idea de victoria definitiva del modelo liberal. La realidad resultó más complicada. En el espacio postsoviético, la transición al capitalismo fue, a menudo, brusca y desigual, con privatizaciones polémicas, crisis económicas y una fractura social profunda en los años noventa.

Europa se expandió hacia el este con nuevas ampliaciones de la Unión Europea y la OTAN, mientras Rusia buscaba redefinir su papel y su seguridad. La herencia soviética quedó, desde entonces, atrapada entre dos impulsos: el deseo de normalidad y el peso de una historia imperial, militar y estratégica que nunca desapareció del todo.
En paralelo, el mundo entró en una revolución tecnológica que la URSS ya no pudo disputar: internet, la economía digital y la concentración de poder empresarial en torno a la innovación. La rivalidad global no desapareció: cambió de forma. Del enfrentamiento ideológico se pasó a la competición por cadenas de suministro, energía, semiconductores, control de datos e inteligencia artificial.
Treinta y cuatro años después, la fecha del 26 de diciembre funciona como recordatorio de un hecho incómodo para cualquier gran potencia: incluso los Estados que parecen eternos pueden colapsar si sus instituciones dejan de sostener el contrato social, si la economía no se adapta y si el centro pierde legitimidad ante sus periferias.
Preguntas frecuentes
¿Cuál es la fecha exacta de la disolución oficial de la Unión Soviética?
La dimisión de Gorbachov fue el 25 de diciembre de 1991, pero la disolución formal por el Soviet Supremo se certificó el 26 de diciembre de 1991.
¿Qué fueron los Acuerdos de Belavezha y por qué fueron tan decisivos?
Fueron el pacto firmado por Rusia, Ucrania y Bielorrusia el 8 de diciembre de 1991 para declarar que la URSS dejaba de existir y para impulsar la creación de la CEI.
¿Qué papel tuvo la Declaración de Alma-Atá en el final de la URSS?
La declaración, firmada el 21 de diciembre de 1991, amplió el marco de la CEI con más repúblicas y consolidó la ruptura, dejando al centro soviético sin base política real.
¿Cuáles fueron las causas principales de la caída de la URSS según los historiadores?
Se suele señalar una combinación de estancamiento económico, presión militar, crisis de legitimidad, reformas que aceleraron la descomposición del sistema, y el auge de movimientos nacionales en varias repúblicas.
Fuente: Dominio Mundial

















