Agosto de 2023. Johannesburgo se convierte en el epicentro de un desastre humanitario cuando las llamas consumen un edificio semi abandonado en la Calle Alberto, cobrando la vida de más de 75 personas, incluyendo a doce niños. Este inmueble, refugio de aproximadamente 200 inmigrantes ilegales procedentes de Tanzania, Malaui y Zimbabue, simboliza la vulnerabilidad a la que se enfrentan diariamente.
El incendio revela no solo la precariedad de las condiciones de vida, sino también la profunda fisura social y política que atraviesa Sudáfrica con respecto a la inmigración. En respuesta a esta tragedia, voces municipales como la de Kenny Kunene, miembro del gobierno municipal y vicepresidente del partido xenófobo Alianza Patriótica, proponen la deportación masiva de inmigrantes ilegales como solución, evidenciando la rampante xenofobia que se intensifica hacia los vecinos africanos.
Sudáfrica, un país que lucha contra tasas de desempleo elevadas y una criminalidad alarmante, enfrenta el crecimiento de una ola antimigratoria alimentada por discursos de odio y política radicalizada. Partidos políticos como la Alianza Patriótica y Rise Mzani han incorporado la retórica antimigrante a sus agendas, prometiendo medidas severas contra los extranjeros y alimentando el ciclo de violencia y exclusión.
Este aumento de la xenofobia va en contra del espíritu de apertura e inclusión que caracterizó a la Sudáfrica post-apartheid, liderada por figuras como Nelson Mandela. Cifras oficiales estiman en 3,9 millones el número de extranjeros en el país, muchos de los cuales huyen de crisis económicas y conflictos en sus naciones de origen. Sin embargo, la creciente hostilidad hacia los inmigrantes sugiere una peligrosa desviación de estos ideales.
La legislación sobre discursos y crímenes de odio, aunque un paso en la dirección correcta, choca con un clima político que ve en los inmigrantes ilegales una «bomba de relojería», argumento repetido por líderes como el secretario general del Congreso Nacional Africano, Fikile Mbalula. La respuesta gubernamental, incluyendo propuestas para endurecer las leyes migratorias, refleja una compleja interacción entre realidad social, presiones políticas y necesidades humanitarias.
En medio de este panorama, el debate sobre la inmigración en Sudáfrica transcurre en un delicado equilibrio entre seguridad, economía y derechos humanos. La tragedia en Johannesburgo, más allá de resaltar la precariedad habitacional de muchos inmigrantes, llama la atención sobre un problema más profundo de integración, coexistencia y, fundamentalmente, de humanidad en una nación que alguna vez fue símbolo de liberación y reconciliación. La respuesta de Sudáfrica a esta crisis define no sólo su política migratoria, sino también su carácter como nación, en un momento en que el mundo observa atentamente.