La IA nos iba a solucionar la vida, o eso decían, así que decidí empezar por algo sencillo, una de esas dudas existenciales de viernes por la tarde: pedirle que me recomendara los cinco mejores dramas de la historia. ¿Qué podía salir mal? La respuesta, como poco, fue desconcertante, y me demostró que la inteligencia artificial todavía tiene mucho que aprender sobre lo que nos hace humanos. Aquella lista no solo fue predecible, sino que contenía un error tan garrafal que resultaba casi cómico y revelador.
Todo comenzó con una simple pregunta a uno de esos cerebros digitales que tanto prometen. Quería una selección de películas o series que me encogieran el corazón, que me hicieran pensar, y su respuesta fue, digamos, ridícula. Aquella experiencia me hizo cuestionarme si de verdad estamos preparados para ceder nuestro criterio a una máquina, porque la selección de la IA reveló una alarmante falta de comprensión del contexto y la emoción. ¿De verdad puede un código apreciar una obra maestra o solo la recomienda porque miles de usuarios la han votado?
EL ORÁCULO DE SILICIO Y SU PRIMERA PROFECÍA
La primera sugerencia de la IA fue El Padrino. Un clásico indiscutible, por supuesto, pero también la respuesta más segura y aburrida posible. Es la recomendación que te haría cualquiera que buscase en Google “mejores películas de la historia” durante diez segundos. Sentí una punzada de decepción, no por la elección en sí, sino por la absoluta falta de originalidad, ya que el algoritmo simplemente replicó la opción más popular sin aportar valor o personalidad alguna. Estaba claro que este cerebro digital jugaba sobre seguro, sin arriesgar ni un ápice.
Aquella primera respuesta ya me dio una pista de lo que vendría después. No había un criterio curatorial, ni un gusto refinado, solo una fría estadística. La IA no estaba actuando como un sabio cinéfilo, sino como un simple agregador de datos masivos. La máquina había procesado millones de opiniones y críticas para llegar a la conclusión más obvia, demostrando que su capacidad se limita a identificar patrones y no a poseer un criterio artístico propio. Y si bien esto es útil para ciertas tareas, para el arte se queda terriblemente corto.
¿UNA COMEDIA EN MI LISTA DE DRAMAS? EL MOMENTO DEL DELIRIO
El verdadero disparate llegó con la segunda recomendación, el punto de inflexión que convirtió mi experimento en una anécdota digna de contar. La IA, con toda la seguridad que le confiere su naturaleza binaria, me sugirió Friends. Sí, has leído bien. La mítica comedia de situación sobre seis amigos en Nueva York. Fue un momento de incredulidad total, de esos en los que parpadeas varias veces esperando que la pantalla cambie, porque la inclusión de una comedia en una lista de dramas fue la prueba definitiva de su ceguera contextual.
Este error no es una simple anécdota, sino que revela la mayor debilidad de estos sistemas. La IA puede saber que Friends tiene una puntuación altísima y que millones de personas la adoran, pero es incapaz de entender el matiz, el género, la intención del creador. Para el modelo de lenguaje, son solo etiquetas y datos correlacionados, y por eso la máquina confundió popularidad y éxito con adecuación al género dramático que yo le había pedido. Aquel fallo fue tan humano en su absurdo que me provocó una carcajada.
CUANDO LOS DATOS NO ENTIENDEN DE LÁGRIMAS

Las siguientes sugerencias, como Breaking Bad o Titanic, volvieron a la senda de lo predecible. Eran elecciones correctas, obras maestras a su manera, pero de nuevo, carentes de alma. Parecía la lista de alguien que quiere aparentar que sabe de cine pero que en realidad solo repite los cuatro títulos que todo el mundo conoce. La IA me estaba dando un menú degustación de lo más popular, pero no de lo más interesante, porque esta tecnología cognitiva no comprende la complejidad de las emociones humanas que definen al drama. No entiende la catarsis, solo la estadística.
Me di cuenta de que un drama no es solo una historia triste o intensa; es un vehículo para la empatía, un espejo en el que miramos nuestras propias vidas, miedos y esperanzas. ¿Cómo podría el silicio pensante comprender eso? Un drama te remueve por dentro, te conecta con los personajes a un nivel profundo, y esa conexión es puramente humana. La lista de la IA era un cascarón vacío, técnicamente impecable en su popularidad, pero el algoritmo carecía de la capacidad de valorar el impacto emocional real de una obra.
LA GRAN PREGUNTA: ¿PUEDE LA MÁQUINA SENTIR EL ARTE?
Este pequeño y divertido fracaso me llevó a una reflexión mucho más amplia. Nos maravillamos con la capacidad de la IA para generar textos, imágenes o incluso música, pero ¿estamos confundiendo la imitación con la creación genuina? Puede que un algoritmo sea capaz de replicar el estilo de Van Gogh, pero no puede sentir la angustia que lo llevó a pintar La noche estrellada. Y de la misma forma, puede recomendarme un drama, pero este oráculo digital es incapaz de sentir el nudo en la garganta que provoca una buena historia.
Quizá el problema es nuestro, por esperar que una herramienta se comporte como un ser consciente. Le pedimos a la IA que tenga gusto, criterio y sensibilidad, cuando en realidad es un sistema lógico y complejo, pero sin conciencia ni emociones. La próxima vez que le pida una recomendación a un amigo, valoraré mucho más su opinión, porque una recomendación humana se basa en la empatía y en un conocimiento profundo de la otra persona. Mi amigo sabe qué me emociona, qué me hace vibrar; la red neuronal solo sabe qué es popular.
ENTONCES, ¿QUÉ NOS QUEDA A LOS HUMANOS?

La respuesta ridícula de la IA, lejos de asustarme, me tranquilizó. Me demostró que hay un territorio en el que las máquinas, al menos por ahora, no pueden competir: el de la subjetividad, la emoción y el caos maravilloso que es el gusto humano. Nuestro criterio no se basa en algoritmos, sino en experiencias, recuerdos y una red de conexiones personales. El valor de nuestra opinión reside precisamente en que no es perfecta ni objetiva, ya que la imperfección de nuestro juicio es lo que nos otorga una sensibilidad única e irremplazable.
Así que la próxima vez que busque un buen drama, no consultaré a un código avanzado. Hablaré con un amigo, leeré la reseña de un crítico en quien confíe o, simplemente, me dejaré llevar por la intuición en la cartelera. La experiencia con la inteligencia artificial fue una lección valiosa. Me recordó que, en un mundo cada vez más automatizado, nuestro mayor valor añadido es precisamente nuestra humanidad, porque la capacidad de emocionarnos y compartir esa emoción es un lenguaje que la IA todavía está muy lejos de poder hablar.