La “comida rápida” del siglo XXI: por qué los ultraprocesados preocupan cada vez más también a nivel local

En cualquier ciudad o pueblo de la región, el paisaje es parecido: estanterías llenas de galletas, bollería, refrescos, snacks salados, pizzas congeladas, salsas listas para usar y platos preparados que solo necesitan unos minutos de microondas. Son productos cómodos, baratos y disponibles a cualquier hora. Durante años se han visto como un “capricho” que engorda, pero poco más.

Hoy el discurso está cambiando. La investigación internacional dibuja un panorama mucho más serio: cuantos más alimentos ultraprocesados forman parte de la dieta diaria, mayor parece ser el riesgo de sufrir problemas que afectan a casi todo el cuerpo, desde el corazón hasta el cerebro, pasando por el sistema hormonal y la salud mental.

En los países de altos ingresos, estos productos representan ya cerca del 50 % de las compras de comida en los hogares. Es decir, la mitad de lo que entra en casa no son frutas, verduras o legumbres, sino productos fabricados en cadena: bollería envasada, cereales azucarados, snacks, embutidos industriales, bebidas azucaradas o platos listos para calentar. La región no es ajena a esta tendencia: los cambios en horarios laborales, la falta de tiempo para cocinar y el precio de la cesta de la compra empujan a muchas familias hacia estas soluciones rápidas.


Qué está viendo la ciencia sobre los ultraprocesados

En los últimos años se han ido acumulando estudios que siguen durante tiempo a miles de personas y analizan qué comen y qué salud tienen. Una y otra vez aparece la misma señal: quienes consumen más ultraprocesados presentan más obesidad, más diabetes tipo 2, más hipertensión, más problemas cardiovasculares y más dificultades relacionadas con la salud mental, como depresión o ansiedad.

Durante un tiempo se podía pensar que el problema no era la comida en sí, sino el estilo de vida en conjunto. Quien abusa de ultraprocesados, en general, también se mueve menos, duerme peor, fuma más o tiene peores condiciones económicas. Pero en los últimos años han aparecido ensayos en los que se compara directamente qué ocurre cuando una misma persona sigue dos tipos de dieta diferentes durante semanas: una basada en alimentos ultraprocesados y otra centrada en alimentos sencillos.

En uno de estos trabajos, 40 adultos siguieron ambas dietas en periodos separados de 3 semanas. Las calorías diarias y los nutrientes principales estaban ajustados para que fueran equivalentes. Sin embargo, cuando la alimentación se basó sobre todo en ultraprocesados sucedió algo muy claro:

  • Aumentó el peso, especialmente la grasa corporal.
  • Empeoraron marcadores relacionados con el riesgo cardiovascular y la resistencia a la insulina.
  • Se alteraron hormonas que regulan el apetito y el metabolismo.
  • En los hombres, se observaron cambios a la baja en parámetros de calidad espermática.

Todo eso ocurrió en apenas unas semanas, y sin necesidad de “comer de más” según el recuento de calorías. El mensaje que dejan estos estudios es directo: no solo importa cuánto se come, sino cómo está hecha la comida.


Qué es, en términos prácticos, un alimento ultraprocesado

En el supermercado conviven tres grandes tipos de productos: alimentos frescos, procesados sencillos y ultraprocesados. Los dos primeros son fáciles de reconocer:

  • Alimentos frescos o poco procesados: fruta, verdura, pescado, carne fresca, huevos, legumbres secas o cocidas, frutos secos, leche, yogur natural sin azúcar, pan tradicional.
  • Procesados sencillos: conservas de pescado, botes de legumbres, tomate triturado, verduras congeladas sin salsas, queso, pan de buena calidad.

Los ultraprocesados van un paso (o varios) más allá. Suelen tener:

  • Mezclas de ingredientes muy refinados que no se usan en una cocina doméstica (proteínas aisladas, almidones modificados, jarabes, grasas muy tratadas).
  • Aditivos para cambiar textura, color, sabor o duración: emulgentes, potenciadores del sabor, colorantes, edulcorantes, estabilizantes.
  • Presentaciones listas para comer o calentar, con una vida útil muy larga en estantería.

Ejemplos típicos son los refrescos, las galletas rellenas, las magdalenas y bollería envasada, muchos cereales de desayuno para niños, snacks de bolsa, salchichas y embutidos muy industriales, pizzas congeladas con ingredientes poco reconocibles o postres lácteos muy dulces.

Su problema no es solo que “engorden”. Además de aportar muchas calorías en poco volumen, suelen ser pobres en fibra y micronutrientes, y están diseñados para resultar tan agradables que es fácil comer más de lo que se pensaba. Esa combinación —poca saciedad, mucho sabor y bajo coste— es lo que los hace tan atractivos… y tan problemáticos.


Cuando el menú de cada día presiona al corazón, al metabolismo y al ánimo

Que una persona tome una pizza congelada de vez en cuando o un refresco en una celebración no la condena a tener mala salud. El problema llega cuando los ultraprocesados ocupan la mayor parte del menú, algo que cada vez es más habitual.

Los estudios apuntan a que, a medida que aumenta el consumo de estos productos, lo hace también el riesgo de:

  • Enfermedades cardiovasculares (infarto, ictus, insuficiencia cardiaca).
  • Obesidad y aumento del perímetro de cintura.
  • Diabetes tipo 2 y trastornos relacionados con la resistencia a la insulina.
  • Algunos tipos de cáncer.
  • Peor calidad del sueño.
  • Más síntomas de depresión y ansiedad.

En el día a día, esto se traduce en una sensación de cuerpo “cansado” aunque no se haya hecho esfuerzo físico: subidas y bajadas bruscas de azúcar en sangre, inflamación interna de bajo grado, más tensión arterial, más grasa acumulada alrededor de órganos internos y un sistema nervioso que vive a golpe de cafeína, azúcar, grasas y sal.

Con el paso de los años, este tipo de alimentación puede adelantar enfermedades que, de otro modo, aparecerían más tarde o con menor intensidad.


La vida en la región: menos movimiento, más pantallas, más comida de fábrica

Si se compara la vida cotidiana actual con la de finales de los años 80 o principios de los 90, las diferencias son evidentes. Antes se caminaba más, los niños jugaban en la calle, había más trabajos físicos y menos horas de sofá y pantalla. Hoy, gran parte de la población pasa muchas horas sentada: en el coche, en la oficina, en clase o frente al ordenador.

Mientras tanto, el entorno alimentario se ha llenado de opciones ultraprocesadas baratas y fáciles: desde las máquinas de vending del centro de salud hasta las gasolineras, los kioscos, los comedores de empresa o las ofertas del supermercado. En barrios de rentas más bajas, además, suele ser más sencillo comprar bollería industrial y refrescos que fruta fresca de calidad.

Es una combinación peligrosa: menos movimiento y más productos diseñados para comer sin pensar. Muchos expertos coinciden en que, si se recuperara parte de aquella forma de vivir —más desplazamientos a pie, más juegos activos, más cocina sencilla y menos “abrir y listo”—, se notaría en la báscula y en la salud general de la población regional.


Por qué es tan difícil cambiar el carrito de la compra

La mayoría de personas sabe que abusar de ultraprocesados no es buena idea. Sin embargo, cuando toca hacer la compra un martes a última hora, después del trabajo y con prisas, los productos rápidos y baratos ganan por goleada.

Hay varios motivos:

  • Precio: muchas veces, llenar el carro de galletas, bollería, embutidos industriales y platos preparados sale más barato que apostar por frutas, verduras y pescado fresco.
  • Tiempo: en hogares donde se encadenan trabajo, cuidados y tareas domésticas, cocinar desde cero cada día resulta casi imposible.
  • Cansancio mental: decidir qué hacer de comer, organizar menús, pensar en la lista… todo eso consume energía. Cuando falta, lo más fácil es recurrir a comida lista.
  • Presión infantil y publicitaria: los niños piden lo que ven en anuncios, envases llamativos, redes sociales y celebraciones escolares.

Por eso, el debate sobre los ultraprocesados no es solo individual. Tiene un claro componente social, económico y también político. Las decisiones que se toman sobre comedores escolares, máquinas de vending o campañas de educación alimentaria en la región influyen en lo que se acaba comiendo en casa.


Qué se puede hacer, de forma realista, en casa y en la comunidad

La experiencia en salud pública muestra que no hacen falta cambios perfectos para notar mejoras, sino pasos pequeños pero constantes. Algunos de ellos son asumibles para muchas familias de la región:

  • Comprar cada semana algo más de fruta y verdura y algo menos de bollería y galletas.
  • Reservar refrescos, chuches y snacks salados para fines de semana u ocasiones especiales, no para todos los días.
  • Tener a mano opciones fáciles pero razonablemente sanas: frutas lavadas, frutos secos naturales, yogur sin azúcar, pan de buena calidad, hummus, verduras congeladas.
  • Cocinar “a lo grande” cuando se pueda: hacer un guiso de legumbres o un sofrito para varios días y congelar raciones.
  • Ayudar a que los niños se familiaricen con la cocina: pelar, mezclar, lavar, preparar ensaladas sencillas.

Desde el lado de las instituciones locales —ayuntamientos, centros de salud, colegios— también hay margen: revisar la oferta de máquinas de vending, poner el foco en desayunos saludables en las escuelas, apoyar huertos escolares o campañas municipales que faciliten el acceso a alimentos frescos y de temporada.

El objetivo no es prohibir todas las pizzas congeladas ni demonizar una bolsa de patatas chips en una fiesta, sino cambiar el equilibrio: que el día a día se construya sobre comida de verdad y los ultraprocesados ocupen el lugar que deberían tener, el de algo puntual.


Preguntas frecuentes sobre ultraprocesados en la vida cotidiana

¿Qué ultraprocesados son más habituales en la compra semanal de una familia media?
Suelen aparecer varias categorías: galletas y bollería envasada para desayunos y meriendas, cereales de desayuno muy azucarados, embutidos industriales para bocadillos, pizzas congeladas, nuggets y otros rebozados listos para freír o al horno, postres lácteos muy dulces, refrescos y zumos envasados, así como snacks salados (patatas, palomitas, gusanitos).

¿Cuántos ultraprocesados se pueden tomar sin comprometer la salud?
No existe una cifra mágica, pero muchos especialistas recomiendan que estos productos no sean la base de la dieta. Una orientación razonable es que el menú diario se construya con alimentos frescos o poco procesados y que los ultraprocesados queden para ocasiones puntuales. Si aparecen en cada comida o se usan a diario para desayunos y cenas, es probable que estén ocupando demasiado espacio.

¿Cómo organizar una compra semanal con menos ultraprocesados sin disparar el gasto?
Una estrategia eficaz es centrar la lista en alimentos básicos y versátiles: legumbres secas o en bote, arroz, pasta, patatas, verduras de temporada, verduras congeladas, fruta, huevos, pollo, pescado económico, yogur natural y pan de buena calidad. Con estos ingredientes se pueden preparar platos sencillos y saciantes para varios días. Reducir poco a poco la cantidad de refrescos, bollería y snacks libera presupuesto para productos frescos.

¿Qué pueden hacer las familias de la región si los niños ya están muy acostumbrados a la “comida basura”?
El cambio suele ser más llevadero si se hace sin brusquedad. Se puede empezar por no tener siempre en casa refrescos o bollería, ofrecer alternativas atractivas (fruta cortada, tostadas con aceite de oliva, bocadillos sencillos, frutos secos), reservar chuches y snacks para momentos especiales y, sobre todo, dar ejemplo en la mesa. Involucrar a los menores en la cocina —aunque sea para tareas sencillas— también ayuda a que estén más dispuestos a probar otros alimentos.

Fuente: Alimentos ultraprocesados

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