Clamor de Justicia: La Respuesta Armada Tras el Atentado en la Iglesia

El sol de junio raye con fuerza, intensificando el calor en la iglesia Santa Cruz de Damasco, donde un grupo de hombres del barrio de Qasá descargan con solemnidad 27 ataúdes blancos de una caravana de ambulancias. La atmósfera es de profunda tristeza. Los aplausos de los vecinos se mezclan con los sollozos de las mujeres, y los viudos, madres y huérfanas sostienen retratos de los difuntos, rendidos por el dolor. Mientras tanto, vigilantes de la Seguridad General siria observan desde las azoteas, armas en mano, un recordatorio inquietante de una realidad que se siente cada vez más asfixiante.

Lina, una de las asistentes, expresa su descontento en voz baja al alejarse del tumulto. Comenta que es la primera vez que las autoridades vigilan un funeral en una iglesia, un gesto que parece más un aviso que una protección significativa. Seis días antes, un muyahidín del Estado Islámico había atacado la iglesia de San Elías en Duela, aledaño a Qasá, dejando una estela de muerte y heridos. La cifra de los caídos asciende a 28, entre ellos 27 cristianos, un recordatorio trágico de la fragilidad de la comunidad cristiana en Siria.

El ataque fue significativo: el primero en más de 160 años contra esta población. Las reacciones del gobierno fueron tibias y la desaprobación de los ciudadanos se hizo palpable. Con la ausencia del presidente Ahmed Al-Sharaa en el lugar del atentado y una falta de acción evidente, muchos sienten que el dolor de sus pérdidas ha sido ignorado. En lugar de declarar días de luto, solo un comunicado de condolencias, que pareció más un gesto vacío que un verdadero arrepentimiento.

Con la comunidad en duelo, las familias de Duela asisten al funeral en la iglesia Santa Cruz, decididas a alzar la voz en protesta. Sosteniendo cruces de madera, exigen no solo justicia, sino también protección. Fadi, un joven greco-ortodoxo, demanda que su líder religioso, el patriarca Juan X, hable en nombre de los cristianos, ya que, según él, su silencio solo alimenta la opresión.

Desde las afueras del templo, se siente la desesperación palpable de quienes han perdido a seres amados. Muna, madre de un soldado caído, sostiene la imagen de su hijo con una mano, y con la otra se limpia las lágrimas. Grita por armas y protección, una súplica que resuena en el corazón de muchos, quienes sienten que están desarmados ante una amenaza formidable. La politización de la tragedia está presente, y las críticas hacia el gobierno y su incapacidad de proteger a los ciudadanos no cesan.

Dentro del templo, el patriarca toma el micrófono y lanza un mensaje directo al presidente. Su llamado a la acción es claro: el gobierno debe asumir la responsabilidad de garantizar la seguridad de sus ciudadanos. El aplauso de la congregación resuena, pero en el exterior, los ecos de las voces críticas también se multiplican, desafiando el statu quo.

A medida que la comunidad se enfrenta a la oleada de sufrimiento y pérdidas, muchos jóvenes consideran la emigración como la única salida. La cifra de cristianos que han dejado Siria es escalofriante: de 1.5 millones en tiempos de paz, ahora solo quedan 300,000. «No hay futuro aquí», admite Elías, el líder de un grupo que patrulla las calles, buscando salvaguardar lo que queda de su hogar. Su deseo de permanecer en Siria está en claro conflicto con la realidad que enfrentan a diario.

En las iglesias de Damasco, el fervor y la desesperación se entrelazan. «O la cruz o las armas», reflexiona un miembro de la comunidad, consciente de que la opción de organizarse militarmente es un camino peligroso que podría agravar su ya precarizada situación. La incertidumbre sigue apoderándose de la comunidad, y la esperanza de un futuro más seguro se desvanece con cada día que pasa.

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