Desde el descubrimiento de América y especialmente tras las dos grandes conquistas continentales (Nueva España y el Perú), un poderoso espejismo metalífero se instaló bruscamente en el imaginario peninsular. Los botines y hallazgos argentíferos y auríferos de Hernán Cortés en el Anáhuac mexicano, pronto fueron inesperada y exageradamente superados por los mayestáticos descubrimientos de Francisco Pizarro y su hueste en el rico y exuberante “Birú”. Las noticias no tardaron en cruzar el charco y exagerarse. De la noche a la mañana, los hispanos del solar peninsular comenzaron a soñar con ríos de oro, lagunas de plata y, ¿por qué no? Montañas resplandecientes.