La locomotora alemana se descarrila. El socialdemócrata Olaf Scholz, que agonizaba entre la asfixia económica y el aliento de las fuerzas extremistas, sacude el tablero nacional y europeo y anuncia la celebración de elecciones anticipadas el 23 de febrero. El choque con sus socios liberales sobre los presupuestos supuso la cornada definitiva para enterrar la coalición semáforo, que desde hacía meses se mantenía a duras penas con respiración asistida. Todo apunta a que el democristiano Friedrich Merz, del ala más conservadora, será el próximo canciller.
El canciller alemán, cada vez más acorralado, dejará un legado poco glorioso tanto en Bruselas como en Berlín. Ha votado en contra de los aranceles europeos a los coches chinos y su resistencia a enviar sus misiles Taurus de largo alcance a Ucrania ha irritado a los socios comunitarios. En política nacional, ha tomado decisiones no menos controvertidas. Empujado por la presión de la extrema derecha, ordenó controles a lo largo de los casi 4.000 kilómetros de frontera alemana.
El terremoto político que sacude el país se escribe en cuatro pasos: la invasión rusa, la crisis económica, el auge populista y las elecciones en EEUU.
La guerra en Ucrania ha cambiado drásticamente la arquitectura energética y de seguridad de la UE. Y Alemania sufrió el impacto de este huracán con más ahínco que el resto de aliados. El gigante germano venía de vivir una década de bonanza económica sustentada sobre el atractivo y barato gas ruso. La anexión de Crimea de 2014 no solo hizo que Berlín no se replantease su modelo económico y sus lazos de dependencia con el Kremlin. El Nord Stream I se amplió con los gasoductos del Nord Stream II, cuyas tuberías conectan directamente a Rusia con Alemania por el Mar Báltico.
La agresión a gran escala que Vladímir Putin inició el 24 de febrero contra su vecino -y que cumplirá próximamente los 1.000 días- puso fin a ese idilio. La UE al completo cortó su dependencia energética con el Kremlin. Y Berlín, hasta ese momento el gran dependiente del oro negro ruso, comenzó a temblar de frío. En el primer invierno tras la invasión, Alemania preparó a sus ciudadanos para potenciales cortes de electricidad. Les instó a reducir su consumo un 20% para hacer frente a la escasez y a los precios por las nubes que se llegaron a multiplicar por diez. Y desde entonces nada ha sido lo mismo.
La semana pasada, Scholz cesó fulminantemente a su ministro de Finanzas, Christian Lindner, por diferencias irreconciliables y “pérdida de confianza”. La coalición semáforo -formada por Socialdemócratas, Liberales y Verdes- saltó por los aires con motivo de las fallidas negociaciones sobre los presupuestos y las exigencias del liberal para implementar una mayor austeridad. El experimento tripartito fracasó antes del fin de la legislatura, previsto para el próximo otoño.
La del Gobierno alemán ha sido la crónica de un colapso anunciado. El Ejecutivo ha navegado en una constante crisis de impopularidad; reactivo más que anticipativo; titubeante tanto en Berlín como en Bruselas y sin la determinación que se presupone de un aliado de tal envergadura como Alemania.
Los de Scholz han cabalgado este temporal bajo la tormenta perfecta: asfixia económica y auge de los populismos. Alemania ha pasado de ser el pulmón a ser el enfermo de Europa. Los altos niveles de producción y la caída de las exportaciones no remontan y sus previsiones económicas apuntan a que entrará en recesión por segundo año consecutivo.
El tejido industrial, el modelo productivo y la época de bonanzas se desvanecen. El 28 de octubre, Volkswagen, el mayor productor de vehículos en Europa, anunció el cierre de tres de sus plantas y despidos masivos de decenas de miles de personas. Era el último episodio de una zozobra empresarial que este mismo año desencadenó huelgas de transportes en Lufthansa y en el gigante ferroviario Deutsche Bahn. Hace ahora un año, el Gobierno alemán salió al rescate con más 7.000 millones de euros de Siemens Energy.
El 1 de septiembre está marcado a fuego en el calendario electoral germano. La extrema derecha se hizo durante esta jornada con el primer triunfo desde la época nazi. Alternativa por Alemania consumó el gran ascenso ganando sus primeros comicios regionales en Turingia y consolidando la plata en Sajonia, a muy poca distancia de los conservadores de la Unión Democristiana (CDU). Poco después, los ultras comandados por Alice Weidel estuvieron muy cerca de desbancar a los socialdemócratas de su histórico bastión de Brandenburgo.
El ascenso de AfD ha sido meteórico. En 2017 entró por primera vez en el Bundestag. En menos de una década ha pasado de ser una fuerza marginal a ganar elecciones regionales, proyectarse según los sondeos como segunda fuerza en los futuros comicios nacionales y hacerse con la plata en las pasadas elecciones europeas de junio.
El desencanto social, la subida de los precios, la pérdida de poder adquisitivo, la guerra en Ucrania y sus múltiples consecuencias o la percepción de parálisis y falta de gestión por parte del Gobierno federal ayudan a explicar el ascenso de este fenómeno que no es exclusivo de la derecha radical. La otra campanada la ha dado Sahra Wagenknecht, la populista de izquierdas que lidera el partido BSW -bajo su propio nombre- se ha alzado con la tercera posición en las tres últimas elecciones regionales.
A diferencia de AfD, los partidos tradicionales están dispuestos a no aplicarle el cordón sanitario. Wagenknecht ha leído como pocos el contexto nacional. Se ve como fuerza bisagra. Su programa hace guiños a izquierda y derecha prometiendo más justicia social, paz, libertad y menos inmigración.
El 5 de noviembre supuso la consagración de Donald Trump. El regreso del republicano se produjo el mismo día en el que Scholz anunciaba el colapso de su Gobierno. Los europeos reaccionaron con firmeza pidiendo unidad, autonomía y firmeza frente a los vientos que soplaban en el otro lado del Atlántico. En su lugar, obtuvieron la caída de su potencia más importante y la que probablemente sea la capitulación política de Olaf Scholz. Con él, la izquierda europea, menguante, recibe un nuevo revés en un momento de pérdida de músculo en las capitales y en las instituciones. España se queda al frente de los socialdemócratas europeos, que retienen muy pocos países como Dinamarca, Malta y Rumanía, mientras en Bruselas la nueva Comisión será la más escorada a la derecha de la historia.
Coincidencia o causa-efecto, la llegada de un Donald Trump con una agenda marcadamente proteccionista y con los fantasmas de extender los aranceles a los europeos fue una mala noticia para la UE y una terrible para Alemania, que sería una de las principales víctimas de este fuego cruzado transatlántico. El 23 de febrero es ya el nuevo 5 de noviembre. El ‘superaño’ electoral de 2024 da paso a un 2025 que arrancará con unos comicios decisivos para el bloque comunitario. El terremoto en Alemania arroja más incertidumbre en tiempos muy complejos para Europa. Por lo pronto, Berlín se resigna a no aprobar los próximos presupuestos, a un parón legislativo -ya que el Gobierno se encontrará durante los próximos meses en minoría- y se sumerge desde ya en campaña coincidiendo, además, con el cambio de guardia en Bruselas y el arranque de la Comisión Von der Leyen 2.0.