A cien metros del suelo, un remanso espiritual en mitad del cielo de Madrid
El bullicio de la ciudad queda lejos, a más de cien metros bajo los pies. Arriba, en la planta 33 de la Torre Emperador, justo a la edad de Cristo, el silencio solo se rompe con el murmullo de una decena de oficinistas que, antes de enfrentarse a otra jornada laboral, buscan un momento de paz. Aquí, en el corazón financiero de Madrid, se encuentra la capilla más alta de Europa: un pequeño oratorio donde, desde 2009, el capellán Manuel Sánchez oficia misa cada mañana para aquellos que prefieren empezar el día con un respiro espiritual.
Una luz verde, visible desde kilómetros de distancia, marca el lugar. Ese haz de iluminación LED solo se apaga dos días al año: el Viernes y Sábado Santo, cuando simbólicamente la capilla entra en luto por la muerte de Cristo. «Quisimos que hubiera una señal clara de que Jesús está presente aquí», explica Sánchez, sacerdote de 64 años con raíces argentinas y venezolanas, mientras prepara el altar minutos antes de las 9:00 de la mañana.
La iniciativa nació de la mano del Grupo Villar Mir, los primeros dueños del emblemático rascacielos. Fue en 2009 cuando el entonces arzobispo de Madrid, Antonio María Rouco Varela, bendijo este espacio peculiar: «Concedo el derecho a oratorio con reserva de la santísima eucaristía», dictó en el decreto fundacional. Eso sí, con una condición: el lugar debía estar libre de cualquier uso doméstico.
Un refugio minimalista, a prueba de fuego
No hay bancos de madera, ni pesados retablos, ni el rumor de pasos sobre suelo de piedra. Esta es una capilla adaptada a los rigores de la normativa de seguridad de un rascacielos: bancos de metal, un altar con estructura ignífuga y paredes que cumplen con todas las exigencias antiincendios. Incluso el sagrario, ubicado junto a un ventanal que ofrece vistas panorámicas de Madrid, está pensado para resistir cualquier imprevisto.
«La gente viene a trabajar, así que la misa debe ser breve», explica Sánchez. En apenas 15 minutos, el pequeño grupo de fieles –entre 12 y 15 personas, casi siempre los mismos– escucha el Evangelio, recibe la comunión y vuelve a sus despachos. A veces, sin embargo, el espacio cobra un sentido más íntimo: «Hemos celebrado misas por empleados fallecidos, a petición de sus compañeros», relata el capellán.
Entre los pocos ornamentos, destaca un «precioso Cristo crucificado», como lo define Sánchez, ubicado frente al ventanal. Junto a él, una imagen de la Virgen Inmaculada y otra, más pequeña, de la Virgen del Pilar, regalo anónimo de alguien que quiso dejar su huella en este particular templo.
El legado de Villar Mir
Juan Miguel Villar Mir, ingeniero de caminos y fundador del grupo que lleva su nombre, dejó también su impronta personal. «Exalumnos suyos donaron una imagen de Santo Domingo de la Calzada, patrón de los ingenieros, y decidió que estuviera aquí», cuenta Sánchez, mientras señala la talla en un rincón de la estancia.
Aunque no es un lugar para grandes celebraciones –el decreto fundacional limita su uso a misa diaria y reserva eucarística–, este pequeño templo a más de cien metros del suelo sigue cumpliendo su papel: ser un oasis para quienes, antes de sumergirse en reuniones y llamadas, necesitan un instante de recogimiento.
«Nunca imaginé celebrar misa a estas alturas», reconoce el capellán con una sonrisa. Pero en medio del hormigón y el acero, entre el ir y venir de corbatas y portafolios, esa luz verde sigue encendida. Como un recordatorio: la fe, incluso a 33 pisos del suelo, siempre encuentra su espacio.