Se ha disipado la sensación del diluvio universal. Tanto ha llovido en Madrid y durante tanto tiempo que la apertura de los cielos nos ha descubierto una primavera fértil y frondosa. Hay quienes han visto una paloma con un ramo de olivo en el pico, de forma que la capital ha sobrevivido a la afluencia bíblica de las aguas y ha predispuesto el interés hacia el Manzanares. Se acercaban los madrileños a la orilla del río para identificar la crecida. Y para fotografiar la imagen insólita de un caudal en plenitud. Nuestro río es humilde y discreto. Ni siquiera atraviesa el centro de la ciudad. Tampoco lo hace el Danubio en Viena, pero huelgan las comparaciones.
Por razones hidrológicas y por motivos folclóricos, históricos ni culturales. El Danubio es el gran río de Europa. Ha vertebrado la historia del continente, como frontera de los imperios -del romano al austro-húngaro- y como reflejo de la promiscuidad y del intercambio de las civilizaciones. Nos abruma el Danubio con su belleza y su arrogancia al paso de las capitales -Budapest, Belgrado, Bratislava…-, igual que el Manzanares se resigna a su propia marginalidad, “aprendiz de río”, escribía Quevedo desde el sarcasmo. “Más agua trae en un jarro cualquier cuartillo de vino, de la taberna que lleva, con todo su argamandijo”, concluía con gracejo el poeta capitalino. Tomaba el relevo del sarcasmo el emperador Rodolfo II cuando acuñaba su elogio ecuestre al cauce del Manzanares: no hay otro mejor en Europa porque se puede navegar… a caballo. “Pobrecito río”, añadía Rafael Alberti, “donde solamente botan sus barquitas los chiquillos”.
La memoria del río ha sido ahogada por la expansión urbana, los puentes y la reforma de la M30, aunque hay que reconocer al gran alcalde Gallardón el mérito urbanístico que implica haberlo aseado y adecentado. Madrid Río es una idea visionaria que los vecinos han convertido en una realidad. No como playa urbana, pero sí como un afluente de compañía que predispone el maridaje con el deporte y la naturaleza. Al igual que la ciudad que lo abraza, el río parece consciente de su condición de superviviente. Hay algo melancólico en ese destino compartido: Madrid y el Manzanares son víctimas del mismo deseo de progreso en la inercia de sus cauces, pero también son expresiones de una resistencia silenciosa y clandestina. Es la razón por la que han acudido los madrileños a celebrar la exuberancia de la crecida. Sentíamos cierto orgullo asomándonos al itinerario de la capital.
Y emulando el entusiasmo fluvial de las grandes capitales, aunque bien sabemos que el gran río de Madrid es el Paseo de la Castellana. Y no contiene agua, sino asfalto y alquitrán. Vertebra la ciudad de norte a sur con. Identifica los símbolos de la ciudad (del Bernabéu al Prado). Y hasta puede cruzarse por el sistema tradicional de los puentes. Tanto el de Nuevos Ministerios como el de Eduardo Dato nos sirven de solución para cruzar las riberas. Que están lejos entre sí. No solo por los carriles que alejan una y otra acera, sino por la distancia psicológica que las distancia. Quien vive en la “rive gauche” de la Castellana se resiste a frecuentar la “rive droite”. La temporada de lluvias nos ha descubierto el Manzanares, el entusiasmo hacia un río decorativo y marginal que antaño identificaba un estadio -el del Atleti- y que ahora acompaña a los runners, los ciclistas y los perros.