"Cineclub bajo el franquismo: resistencia cultural en un centro comercial"

Un legado que desafía el tiempo: la resistencia del Cineclub Utiye

El obituario en El Periòdic d’Ontinyent anunciaba con solemnidad la muerte de José Ángel Gironés, fundador y primer presidente del Cineclub Utiye, fallecido a los 88 años. La nota lo describía como un pionero de la cultura local durante la oscura etapa franquista, pero apenas rozaba lo milagroso: aquel cineclub que él creó en 1968 no solo sobrevivió a su fundador, sino a todas las amenazas que deberían haberlo borrado del mapa.

Hoy, en una era donde la magia del cine se diluye entre el zapping digital y las plataformas de streaming, el Utiye sigue proyectando películas en un centro comercial de Ontinyent, un municipio valenciano de 36.000 habitantes. Su historia es la de una resistencia casi épica: salas cerradas, costumbres olvidadas y un público cada vez más disperso no lograron apagar su pantalla. Lleva casi 60 años encendida.

Joan Enric Valiente, presidente desde hace tres décadas, relata el secreto: adaptación sin renunciar a la esencia. "Antes proyectábamos una vez por semana; ahora lo hacemos todos los días, como un cine comercial, pero con películas que nunca llegarían aquí de otro modo". Obras como Casa en flames o El 47, títulos de autor ignorados por los grandes circuitos, encuentran en el Utiye un refugio.

El cineclub vive de sus 350 socios —que disfrutan de entradas rebajadas— y de la recaudación en taquilla, suficiente para pagar el alquiler de la sala y los derechos de proyección. Pero lo que lo distingue es su agenda cultural: coloquios con directores como Fernando León de Aranoa o Avelina Prat (Una quinta portuguesa), festivales de cine negro en colaboración con clubes de lectura, y una Mostra de Cinema que resiste como un faro en medio de la uniformidad.

Los años de clandestinidad y bobinas perdidas

La historia del Utiye es también un viaje por los recovecos de la memoria. Nació en el teatro Echegaray, pero pronto fue relegado a un centro parroquial. En los 70, sus proyecciones dependían de bobinas que llegaban en tren —cada una con apenas 30 minutos de metraje— y de la pericia de voluntarios que, a veces, montaban las escenas en desorden. Hubo quien vio Lacombe Lucien sin su acto central porque el convoy no trajo todos los rollos.

En plena dictadura, los directivos entregaban listas de películas a los censores. "Una vez proyectamos El acorazado Potemkin con un cortometraje añadido sobre el atentado de Atocha", recuerda Valiente. Ya en democracia, hasta Scorsese les dio problemas: el dueño de una sala colgó un cartel advirtiendo que La última tentación de Cristo se exhibía "contra su voluntad".

Hoy, el Utiye comparte cartelera con Misión Imposible y Lilo & Stitch, pero su esencia sigue intacta: un lugar donde el cine no es solo entretenimiento, sino conversación. "La gente viene por nuestra selección, no por las palomitas", sentencia Valiente. Quizás ahí radique su longevidad: en recordar que, a veces, lo que salva al cine no son los efectos especiales, sino la complicidad de quienes aún creen en él.

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